Tradicionalmente, la reputación se asociaba con acciones de comunicación externa o campañas de imagen. Hoy, sin embargo, se reconoce como un proceso transversal que involucra a todas las áreas: desde la gestión del talento humano hasta la transparencia financiera y el compromiso con la sostenibilidad. Una buena reputación se construye a través de acciones coherentes, éticas y sostenidas en el tiempo.
En un mundo digital donde la información circula a una velocidad sin precedentes, la reputación se ha convertido en uno de los activos más valiosos —y vulnerables— para cualquier organización. Empresas privadas, organismos públicos y entidades del tercer sector tienen ante sí un nuevo escenario donde la percepción pública puede definir el éxito o el fracaso de su misión institucional.
La gestión de la reputación ya no es un lujo ni una cuestión secundaria; es una necesidad estratégica que debe estar integrada en la planificación organizacional y contar con recursos asignados de manera específica.
Más allá del marketing: una responsabilidad transversal
Las organizaciones públicas, por ejemplo, enfrentan un doble desafío: no solo deben cumplir con su misión, sino también demostrar de forma continua su legitimidad, eficiencia y responsabilidad ante la ciudadanía. En este contexto, una crisis de reputación puede traducirse en pérdida de confianza, disminución del respaldo político y obstáculos para implementar políticas públicas.
Las crisis reputacionales pueden tener impactos económicos significativos, tanto directos como indirectos. Pérdida de inversores, fuga de talentos, boicots sociales, sanciones regulatorias y disminución en la satisfacción de los usuarios son solo algunas de las consecuencias.
Los últimos acontecimientos en infraestructuras clave del país muestran el impacto directo que puede tener una crisis operativa mal gestionada sobre la reputación de organismos públicos. Veamos.
"Una crisis de reputación puede traducirse en pérdida de confianza, disminución del respaldo político y obstáculos para implementar políticas públicas"
El día 2 de julio el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid Barajas vivió un caos en la T4 Satélite. Un fallo informático, sumado a la falta de agentes policiales, provocó colas de hasta una hora en el control de pasaportes. Cientos de pasajeros perdieron sus vuelos y las imágenes de la saturación inundaron redes sociales y medios nacionales.
El hecho fue calificado de inadmisible por el sector turístico, en plena temporada alta y con Madrid como puerta de entrada para millones de visitantes. Las consecuencias reputacionales fueron inmediatas: críticas generalizadas hacia Aena y el Ministerio del Interior, pérdida de confianza entre pasajeros internacionales y deterioro de la imagen del país como destino turístico fiable.
Otro caso es la compañía Renfe, la operadora ferroviaria pública, que también se enfrenta una crisis reputacional prolongada. Entre enero y marzo de 2025, la compañía acumuló pérdidas superiores a los 100 millones de euros. Las reclamaciones de usuarios se han disparado un 83 % desde 2019, con 676 reclamaciones por millón de pasajeros.
En el caso de Rodalies, los retrasos habituales y otras circunstancias cómo los fallos técnicos están generando un coste diario de entre 2,2 y 3,2 millones de euros, si incluimos el impacto en la productividad laboral. En los servicios de Alta Velocidad, las valoraciones de puntualidad han caído drásticamente: de un 8,8 sobre 10 en 2020 a un 6,8 en 2024. Y la percepción de impuntualidad ha aumentado del 4,8 % al 8,5 %.
"Destinar recursos a la gestión de la reputación no es un gasto, sino una inversión estratégica"
Este deterioro se ha reflejado en los rankings de reputación corporativa: en 2024, Renfe descendió 21 puestos en el índice Merco, situándose en el lugar 60, la peor posición desde 2013.
Destinar recursos a la gestión de la reputación no es un gasto, sino una inversión estratégica. Implica desarrollar sistemas de monitoreo constante, protocolos de crisis, formación interna, y equipos especializados capaces de anticipar riesgos, dialogar con actores clave y fortalecer la confianza pública.
La presencia de las plataformas digitales ha multiplicado los canales de interacción entre las organizaciones y sus públicos. Esto representa una oportunidad para escuchar, responder y corregir. Pero también exige una vigilancia activa y profesional ante posibles desinformaciones, campañas de desprestigio o errores internos que pueden extenderse, habitualmente de manera negativa, en minutos.
La reputación, entonces, ya no se controla; se gestiona. Y hacerlo de manera eficaz requiere preparación, transparencia y una política institucional que reconozca su valor estratégico.
La gestión de la reputación debe ocupar un lugar central en la agenda institucional de cualquier organización. No se trata sólo de protegerse de crisis, sino de construir confianza, diferenciarse y generar legitimidad a largo plazo. En un entorno cada vez más exigente y transparente, invertir en reputación es invertir en futuro.