Politóloga y filósofa

Nada te recupera de un duelo

28 de Julio de 2025
Arianda Romans | VIA Empresa

Ya sé que todo el mundo lo sabe, pero no se puede resucitar a los muertos. Quizá haya algunas terapias extrañas o rituales satánicos que te permiten comunicarte con ellos, pero, en general, los muertos siguen muertos. A veces se te olvida que los muertos están muertos, y te encuentras, estúpidamente, llamando a un número de teléfono que hace años que no funciona o apuntando que tienes que llevarle algo a la abuela que murió antes de la pandemia. La cabeza, el corazón y el alma son una combinación muy complicada, y nosotros, como especie humana, no estamos preparados para afrontar la muerte. 

 

Este mes hace cuatro años que nos dejó una de las personas a las que más he querido en la vida, y también hace un poco menos de cuatro años que escribí uno de los artículos más sentidos que he escrito nunca: Vivir. Se publicó después de mi estancia en Ciudad del Cabo, casi un año después de la muerte de mi padre. No habría podido hacerlo antes, no habría tenido el coraje ni tampoco la fuerza, por no hablar de la falta de claridad que había en mi cabeza hasta entonces. Este mes hace cuatro años que mi padre murió, pero parece como si hiciera una semana o toda una vida que no está. Vivo en otra ciudad, rodeada de amigos que él nunca conocerá, escribiendo textos que nunca leerá, con una pareja que, aunque creo que se llevarían muy bien, no tendrá el placer de intimidar nunca. 

Nada te recupera de un duelo, y aún menos de una gran pérdida durante la juventud. Sin embargo, el cuerpo aprende a vivir con el duelo como una parte de sí mismo, como un recuerdo presente en el centro, entre el cuello y el pecho. En las fechas señaladas se remueve y duele, y en los momentos de felicidad se muestra como una mano que te recoge el flequillo largo hacia atrás. Las personas que te quieren te darán apoyo, palabras bonitas y amor, aun sabiendo que nada te quitará el vacío del abrazo que nunca podrás volver a dar. Sabiendo que en tu cabeza corren todos los recuerdos, los buenos y los malos, las contradicciones y las esperanzas de lo que queda en tu cuerpo de la persona que una vez fue tan importante.

 

Nada te recupera de un duelo, y aún menos de una gran pérdida durante la juventud. Sin embargo, el cuerpo aprende a vivir con el duelo como una parte de sí mismo, como un recuerdo presente en el centro, entre el cuello y el pecho. En las fechas señaladas se remueve y duele, y en los momentos de felicidad se muestra como una mano que te recoge el flequillo largo hacia atrás. Las personas que te quieren te darán apoyo, palabras bonitas y amor, aun sabiendo que nada te quitará el vacío del abrazo que nunca podrás volver a dar. Sabiendo que en tu cabeza corren todos los recuerdos, los buenos y los malos, las contradicciones y las esperanzas de lo que queda en tu cuerpo de la persona que una vez fue tan importante. 

Nada te recupera de un duelo, pero muchas cosas te acompañan. Más allá del amor, hay lecturas que te enseñan que no estás loca, que hay más personas que viven el duelo como tú; que, a pesar de una fe desactualizada y unas creencias personales demasiado progresistas como para aceptar que la gente va al cielo o al infierno, todavía piensan que debe de haber algo después de la muerte. Una de las lecturas que he regalado a las personas que han perdido a un ser querido es El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Un libro que expone el proceso de duelo de una mujer que pierde a su marido y a su hija con menos de un año de diferencia. El libro no es un manifiesto, tampoco una guía infalible de cómo superar la pérdida de un ser querido, pero es un consuelo. Un abrazo. Un “eh, que a mí esto también me pasa”. Un “aunque ahora no lo parezca, acabará siendo soportable”. Cuando ya han pasado unos años, hay que leer Sur y Oeste. El amarillo, la sensación del desierto, la gente apagada por el calor, son metáforas perfectas del duelo de larga duración. 

Nada te recupera de un duelo, pero con los años se hace más llevadero. Recuerdas cosas graciosas, compartes recuerdos con otras personas para que no queden nunca en el olvido, hablas con tus muertos por las noches, en las iglesias o cuando estás sola en la naturaleza, con una voz interior que te hace pensar que todavía están ahí. “Bueno, normal, ¡esto es la vida!”, te dicen los abuelos en una videollamada cuando les explicas que hoy estás triste. Y piensas que, aunque esta generación no haya estado demasiado conectada con nada que se parezca a la salud mental, quizá con el tema de la muerte son mucho más aceptantes que nosotros. Bien sea porque les queda poco para vivirla o bien porque ya se han enfrentado tantas veces a ella que ya forma una parte indistinguible de todo lo que han vivido.