Ingeniera experta en innovación empresarial

¿Qué pasa si no quiero utilizar la inteligencia artificial?

31 de Octubre de 2025
Mireia Garcia Roca | VIA Empresa

Probablemente nada… al principio. Seguirás trabajando, escribiendo, tomando decisiones como siempre. Pero poco a poco el entorno empezará a moverse más rápido que tú…

 

En los últimos meses, hemos visto nacer una especie de resistencia romántica al avance de la IA. Me encuentro cada vez más en conversaciones con amigos y conocidos esta nueva postura de “Yo no voy a utilizar la IA, no quiero ni entenderla ni aprender a usarla”. El Washington Post recogía recientemente varios ejemplos: estudiantes que se niegan a usar herramientas generativas por temor a perder pensamiento crítico, artistas que etiquetan sus obras con el distintivo not by AI, empleados que desactivan funciones automáticas en sus software de trabajo. Todos comparten una misma intención: preservar su autenticidad o proteger sus habilidades frente a una tecnología que sienten invasiva. Su postura, aunque comprensible, parte de una confusión, la inteligencia artificial ya no es una herramienta que podamos elegir usar o no. Es una infraestructura que sostendrá cada vez más gran parte de nuestro día a día. Y negarse a una infraestructura no es un acto de independencia, es una forma de aislamiento.

Hace más de veinte años, el pensador Nicholas Carr escribió en Harvard Business Review que la tecnología de la información había dejado de ser una fuente de ventaja competitiva. Una vez que algo se vuelve ubicuo, como la electricidad o el acceso a internet, deja de ser diferencial. Lo que entonces se aplicaba a los servidores y a las redes, hoy se aplica a la inteligencia artificial. Lo importante ya no es tenerla, sino saber para qué utilizarla. La IA se ha convertido en un tejido invisible que atraviesa la economía, la comunicación, la educación y la gestión empresarial. Incluso quienes afirman no usarla dependen de ella de manera indirecta, porque opera silenciosamente detrás de los sistemas, plataformas y procesos que utilizamos cada día.

 

Negarse a incorporarla no preserva la humanidad, la limita. No se trata de una elección tecnológica, sino cultural. Resistirse a entender cómo funciona la IA equivale a negarse a comprender el mundo que se está configurando. En palabras del profesor Enrique Dans, quien ha reflexionado ampliamente sobre este tema, “encerrarse para evitar la IA no es protegerse, es renunciar a aprender”. Y tiene razón. El problema no es la inteligencia artificial, sino la falta de criterio para decidir cómo y para qué la empleamos.

Es normal sentir cierta incomodidad ante una herramienta que aprende, replica y hasta genera ideas. Pero esa incomodidad puede transformarse en una oportunidad. Hablar con un modelo de lenguaje nos fuerza a explicar mejor lo que queremos, a argumentar con mayor precisión, el lenguaje cobra más relevancia. En lugar de reducir nuestra capacidad de pensar, la pone a prueba.

"Hablar con un modelo de lenguaje nos fuerza a explicar mejor lo que queremos, a argumentar con mayor precisión"

Utilizar la IA con madurez significa distinguir entre lo que puede delegarse y lo que no. Y esta distinción es crítica y puede marcar la diferencia. Podemos confiarle tareas mecánicas como analizar grandes volúmenes de información, resumir, traducir y automatizar procesos. Todo aquello que nos libera tiempo para concentrarnos en lo esencial. Pero no podemos delegar la capacidad de decidir, de ejercer juicio o de dotar de sentido a una acción. En el caso de un directivo, la IA puede ayudar a explorar escenarios o detectar riesgos, pero nunca debe sustituir el discernimiento humano que da dirección y propósito a la organización.

Debemos aceptar que hay una parte del trabajo que la máquina puede hacer mejor y más rápido, pero también que la parte más valiosa sigue dependiendo de nuestra intuición, de nuestra ética y de nuestra capacidad de conectar ideas. La clave no está en temer la sustitución, sino en entender dónde somos insustituibles.

Diversos estudios recientes muestran que quienes aprenden a interactuar con modelos generativos desarrollan más agilidad cognitiva y pensamiento crítico que quienes los evitan. No porque las máquinas piensen por ellos, sino porque les exigen pensar de forma más estructurada. Evitar el uso de la IA por miedo a perder criterio es como negarse a practicar un idioma para no olvidar el propio.

El verdadero reto no es técnico, es ético y cultural. No se trata de decidir si la inteligencia artificial debe formar parte de nuestras vidas, sino de determinar cómo la incorporamos sin perder nuestra esencia humana. Lo decisivo será la capacidad de cada uno de nosotros para establecer esa frontera, lo que se delega y lo que se preserva. Porque la línea que separa la eficiencia de la deshumanización no la marca la tecnología, sino quien la utiliza.

"No se trata de decidir si la inteligencia artificial debe formar parte de nuestras vidas, sino de determinar cómo la incorporamos sin perder nuestra esencia humana"

Estamos entrando en una nueva etapa en que la tecnología ya no es un privilegio, sino un punto de partida. Los modelos abiertos, la accesibilidad del conocimiento y la democratización de las herramientas hacen que cualquiera, desde un estudiante hasta una pequeña empresa, pueda acceder a una capacidad de análisis y creatividad impensable hace una década. En este contexto, la diferencia entre empresas o profesionales no vendrá dada por la tecnología que usen, sino por cómo la empleen.

El papel de los líderes —directivos, empresarios, consejeros— es clave en este cambio. No basta con “adoptar” inteligencia artificial o con delegar su gestión en un equipo técnico. Es imprescindible comprenderla, cuestionarla y gobernarla. Promover su uso, sí, pero desde el conocimiento. La ignorancia tecnológica se ha convertido en una vulnerabilidad estratégica. No se trata de convertirse en programadores, pero sí ser capaces de formular las preguntas adecuadas y de anticipar los impactos que cada decisión puede tener sobre la organización, los empleados y la sociedad.

Gobernar la inteligencia artificial no significa controlarla en cada detalle, sino darle dirección y propósito. Igual que el GPS no sustituye al conductor, la IA no debe sustituir al líder, sino ofrecerle nuevas perspectivas. Su función es iluminar posibilidades, no dictar decisiones.

Las organizaciones que prosperen en esta nueva era serán aquellas que comprendan que la inteligencia artificial no viene a reemplazar la mente humana, sino a expandirla. Las que integren la tecnología para liberar tiempo, creatividad y reflexión. Las que no teman automatizar procesos, pero que nunca automatizarán el pensamiento. Las que entiendan que el futuro de la competitividad no está en el volumen de datos, sino en la calidad del discernimiento.

La inteligencia artificial no elimina la inteligencia humana, la pone a prueba. Nos obliga a definir qué significa ser inteligentes y, sobre todo, qué significa ser humanos. En un mundo donde la inteligencia se vuelve accesible y abundante, la nueva escasez será el criterio. Y el criterio no se delega: se cultiva.

Porque el futuro no pertenecerá a los que más tecnología tengan, sino a los que mejor sepan integrarla con propósito. A los que sigan siendo profundamente humanos en un mundo cada vez más inteligente.