Ingeniera experta en innovación empresarial

Solo hay que seguir nadando

26 de Septiembre de 2025
Mireia Garcia Roca | VIA Empresa

El pasado sábado participé en mi primera travesía de 4.500 metros. La ruta, entre Portlligat y Cadaqués, recorre una de las zonas más hermosas de la Costa Brava. Había madrugado, como se madruga en los días importantes, aunque no haga falta. Era una cita conmigo misma, con el mar, y con la disciplina de sostener un compromiso que va más allá del deporte.

 

El día amaneció soleado y cálido, y el ambiente en la cala de salida era espectacular. Esa es una de las cosas que más me atraen de estas travesías: personas que se enfrentan a un reto, nervios contenidos, ilusión compartida, emoción flotando en el aire.

El mar nos esperaba en calma, el agua tibia, el cielo despejado.

 

Suena la cuenta atrás… y nos lanzamos al mar.

Aunque las salidas en este tipo de pruebas suelen ser intensas —por la adrenalina, la concentración, la cercanía física con otros nadadores, los golpes que a menudo recibes—, esos primeros metros fueron un regalo.

Con cada brazada, el mar ofrecía su belleza: el paisaje al levantar la cabeza para respirar, el fondo marino visible bajo nuestros cuerpos, los peces moviéndose a nuestro alrededor.

Sabía, sin embargo, que esa calma era transitoria. En el briefing del día anterior nos habían advertido que habría “rock and roll”, como decimos los nadadores, especialmente porque el viento iría en aumento a lo largo de la mañana y nuestra distancia era la que salía más tarde. Iba algo asustada, pues nunca había nadado una travesía con mala mar.

Así que, aunque disfrutaba de la salida, me mantenía alerta, atenta al cambio que sabía que llegaría.

Y, efectivamente, llegó.

"Nadar en mar abierto se parece al mundo empresarial; el entorno marca nuestras reacciones"

En cuanto dejamos la protección de la cala, el mar cambió. Las olas comenzaron a levantarse: cortas, irregulares, desordenadas. El viento soplaba de frente. Cada brazada encontraba resistencia. Respirar dejó de ser automático. La visibilidad disminuyó. Lo que hasta ese momento era un fluir sereno se convirtió en un esfuerzo continuo. Y por momentos, la sensación era clara: no estoy avanzando.

Fue entonces cuando apareció también el factor humano. Como siempre ocurre, no solo cambia el mar: cambiamos nosotros, y empecé a pensar en cómo nadar en mar abierto se parece al mundo empresarial, donde el entorno marca nuestras reacciones.

Los nadadores que hasta hacía unos minutos estaban a mi lado comenzaban a cruzarse, arrastrados por la corriente. Se percibía cierto nerviosismo. Recibí varios golpes más, producto de la necesidad común de empujar más fuerte para vencer el oleaje.

Reduje la intensidad. Me concentré en respirar. Elegí una dirección y, sobre todo, elegí confiar.

"En el mar, como en la vida, la energía es tu capital más valioso. Si la derrochas resistiéndote a lo que no puedes controlar, no llegas"

Confiar en que pasaría. En que ninguna tormenta dura para siempre. En que, si no dejaba de avanzar —aunque fuera lentamente—, alcanzaría la orilla.

Y en medio de ese mar revuelto, me obligué a recordar algo esencial: no se trata de luchar contra el mar. Solo hay que nadar.

“Solo hay que seguir nadando” no es una frase bonita. Es una estrategia vital. Porque luchar contra lo inevitable —el oleaje, la crisis, el cambio— solo consume tu energía. Y en el mar, como en la vida, la energía es tu capital más valioso. Si la derrochas resistiéndote a lo que no puedes controlar, no llegas. Si te dejas arrastrar por el pánico, te hundes.

Volví a lo básico: brazada, respiración, dirección. Me concentré en mantener el ritmo. En conservar la calma. En confiar. En avanzar. En resistir.

Y así fue.

Después de dos kilómetros y medio de mar agitado, entramos finalmente en la bahía. Las olas perdieron intensidad. A lo lejos, el perfil de Cadaqués empezaba a asomar. Aún quedaba kilómetro y medio, pero sabíamos que lo más difícil había quedado atrás.

Mientras recuperaba el aliento y dejaba que el cuerpo se reconciliara con la calma, pensé en cuántas veces, en el mundo corporativo, vivimos situaciones idénticas.

"La persona que suele llegar no es la más fuerte ni la más brillante, sino la que sabe gestionar su energía"

Empezamos con claridad. Con un plan. Con un entorno favorable. Y, de pronto, todo cambia: una disrupción inesperada, un mercado volátil, una reorganización profunda. Y entonces, como en el mar, cada uno reacciona como puede.

Hay quien acelera sin dirección. Quien empuja sin mirar a los lados. Quien olvida al equipo. Quien malgasta energía luchando contra lo que no se puede cambiar.

Y también hay quien, con serenidad, sigue nadando. Sin estridencias. Sin pánico. Sin dejar de avanzar.

Esa es la persona que suele llegar. No la más fuerte. Ni la más brillante. Sino la que sabe gestionar su energía. La que confía. La que entiende que el mar no es el enemigo: es parte del viaje.

El sábado no solo hice una travesía. Aprendí una lección.

Me llevé una certeza: en los momentos difíciles, no lidera quien se impone con más fuerza, ni quien nada más rápido. Lidera quien mantiene el rumbo cuando el entorno se vuelve hostil. Quien entiende que, a veces, la mejor decisión estratégica no es apretar más… sino adaptarse mejor a tu entorno.

Y esa diferencia, aparentemente sutil, en los tiempos que vivimos puede ser lo único que se interponga entre hundirse y llegar a la orilla.