La aguja de una costurera atraviesa la ropa, surgiendo agujeros en un calcetín. Une dos piezas para hacer una camisa, un vestido, o unos pantalones que solo te pondrías para una entrevista de trabajo. Lleva un dedal para no pincharse el dedo, ya que la experiencia le ha enseñado que la precisión tiene un precio, y unas tijeras pequeñas para deshacer el borde cuando la costura no queda fina. La costura, como la ciencia, no es infalible, pero se puede descoser y volver a empezar. Siempre que alguien ponga criterio.
Así comienza también la historia de las interfaces cerebro-máquina, conocidas por su nombre anglosajón: brain-computer interfaces (BCI). Pequeños aparatos que, como la aguja, penetran con precisión en el cerebro, buscando hilos eléctricos entre neuronas para unir pensamiento y silicio. Suena a ciencia ficción, pero ya lo tenemos en el quirófano. ¿El problema? Que aún no sabemos quién es la costurera, y qué quiere coser.
“Suena a ciencia ficción, pero ya lo tenemos en el quirófano. ¿El problema? Que aún no sabemos quién es la costurera, y qué quiere coser”
Una de las primeras agujas modernas la ha sacado Paradromics, una empresa de neurotecnología con sede en Austin, que ha desarrollado Connexus, un implante cerebral más pequeño que una moneda de diez céntimos y con 420 electrodos. El dispositivo ya se ha probado con éxito en un paciente durante una cirugía de epilepsia en la Universidad de Michigan. ¿El objetivo? Restaurar la comunicación en personas con discapacidades graves, como la ELA o la parálisis, traduciendo señales neuronales en texto, habla o movimiento de cursor. Suena esperanzador, y hace que los poderes de los X-Men se queden en la sección de no ficción. Pero también es delicado. Mucho.
Porque mientras los investigadores perfeccionan las agujas, los gobiernos aún se están preguntando qué dedal deben comprar. La FDA estadounidense ha clasificado el dispositivo como “Dispositivo Innovador”, lo cual abre la puerta a una vía rápida de aprobación.
Europa, como siempre, va a paso de Europa: más cauta, más burocrática, pero a menudo mejor cosida. La UNESCO ya ha abierto el melón: hay que proteger los datos neuronales como si fueran datos médicos (porque lo son), garantizar el consentimiento informado real (no solo un papel muy largo con la letra pequeña y una casilla para firmar), y asegurar que estas tecnologías no acaben siendo privilegios solo para los ricos.
“Europa, como siempre, va a paso de Europa: más cauta, más burocrática, pero a menudo mejor cosida”
La regulación, sin embargo, no es solo una cuestión jurídica. Es una cuestión de ética médica y prioridades. ¿Queremos una aguja que cure o que cosa? ¿Queremos una tecnología que restituya dignidades o que amplíe el abismo social? Porque la historia nos ha enseñado que cuando la tecnología avanza más deprisa que la ética, a menudo se cose por el lado equivocado. Y descoser, en este caso, no es tan fácil.
Las interfaces cerebro-máquina tienen un potencial brutal, y no hay que caer en el alarmismo. Como siempre, tecnooptimista, ¿sabéis? Estos dispositivos pueden ayudar, pueden mejorar vidas, pueden cambiar paradigmas clínicos y comunicativos. Pero para que cosan y no esclavicen, para que unan y no separen, hace falta una regulación fuerte, ágil y sobre todo valiente. Y sí, también hace falta sentido común, aquel que hace siglos que se busca, pero aún no se ha patentado.
¿Nos pondremos a hacer la regulación cuando sea una palabra de moda o nos tendríamos que poner ya?
Como una aguja que une dos piezas, las BCI pueden conectar mundos separados. Pero si no elegimos bien el hilo, acabarán haciéndonos un traje a medida… de los que solo quedan bien a una clase de personas… y que nunca somos nosotros.