Desde Argentina: nostalgia de lo que no fue

A finales del siglo XIX Argentina tenía, según algunos estudios, el PIB per cápita más alto del mundo. ¿Se imaginan la riqueza que acumulaba ese país?

Buenos Aires cuenta con 3,1 millones de habitantes | iStock Buenos Aires cuenta con 3,1 millones de habitantes | iStock

Cada vez que se visita Argentina todo el mundo se ve abocado a sentimientos contrapuestos. Son los que motiva el país, no de realidades contradictorias -Brasil sí que es un país de contradicciones- sino de realidades contrapuestas. No se desdicen unas de otras sino que, simplemente, son asíncronas, van desfasadas. Hay muchas cosas que te generan la sensación de estar fuera de sitio. La primera que se tenía, hace ya muchos años, nada más llegar, era la de observar a las mujeres policías del aeropuerto de Ezeiza, el de Buenos Aires, ataviadas con unas minifaldas sorprendentemente cortas. Y como digo, este tipo de realidades contrapuestas, en otros ámbitos, casi todos, es constante.

La ciudad de Buenos Aires es una realidad imponente. Una especie de París en la que se paró el reloj en un momento determinado. La falta de mantenimiento de edificios remarcables es una constante -a no ser que hayan sido reconvertidos en hoteles y, por tanto, debidamente renovados-. En el entorno del mobiliario y pavimento urbano, esta falta de atención resulta evidente.

La vida en la ciudad es agradable y habitar en ella y adaptarse a sus costumbres es relativamente fácil. Yo diría más: el entorno estimula a la integración porque la vida se ha vuelto, en términos generales, de una gran laxitud. Y, ya se sabe, el dolce farniente no necesita a muchos promotores para que sea adoptado con facilidad. Una vez más se sobreponen, a veces de forma sorprendente, las costumbres. Pero no es extraño, todo es, de una forma u otra, europeo. Durante el período que va de 1850 a 1950, es decir, del origen del esplendor hasta el principio del suicidio colectivo social, llegaron 6 millones de europeos, lo que hubiera podido causar un galimatías importante. No fue así.

Entonces Argentina era una superpotencia y sabía organizarse bastante bien. Las fotos nos enseñan las acogidas al estilo de la Isla de Elis de Nueva York. Pero es que, además, la inmigración estaba concentrada, proveniente de dos grandes orígenes: italianos (3 millones) y españoles (2 millones). Por eso hablan español con acento italiano. Si en 1850 la población argentina que les acogía hubiera hablado italiano, hoy los argentinos hablarían italiano con acento español. El millón restante se repartió de forma diversa, pero yo resaltaría a los franceses (200.000) por un motivo evidente: cargaban con dos valores preciados. El republicanismo y el refinamiento -el refinamiento limitado que puede llevar alguien que emigra, por supuesto-. No es de extrañar, pues, que Carlos Gardel se encontrara entre estos franceses que, en su mayoría, salían de los puertos de Burdeos. La admiración hacia Francia no es exclusiva de los argentinos de esa época, ya se sabe. Pero allí ha sido especialmente intensa en la arquitectura y en determinadas palabras (remise, pan de miga, enervar, rendevú, marchand, afer, atelié, bufé, bordó, cherí...) pero también formas verbales (vos parlás, vos escuchás, etc, del vous parlez, vous ecoutez, es decir las terminaciones -ez del vous francés han pasado como -ás del vos argentino...).

Durante el período que va de 1850 a 1950, es decir, del origen del esplendor hasta el principio del suicidio colectivo social, llegaron 6 millones de europeos a Argentina

Como capital de un país que sacó a Europa del hambre en época de guerras y con un material humano derivado del sur de Europa con influencias francesas, la buena cocina es inevitable. Las adaptaciones de las cocinas italianas y españolas -especialmente vascas y gallegas- dan unas preparaciones de excelente calidad y nivel. Refinadas con un cierto, como ya he comentado, afrancesamente. Y si algo debe criticarse es, por mi gusto, la falta de suficiente producto marítimo. O, dicho de otra forma, la dictadura de la carne. Del vacuno, del cordero y del cerdo, en ese orden. La "parrilla", es decir, la cocina de la brasa, es excelente, aunque viajando por el país la monotonía puede derivar en alguna forma de exasperación. Sin embargo, ver cortar con una cuchara un entrecot de buey Angus que tiene cuatro dedos de espesor (“bife chorizo”) es una experiencia difícil de olvidar. Los vinos son de primera ya que la producción tiene, especialmente en la región de Mendoza, una tradición y un prestigio que se remontan a la época previa a la filoxera.

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Dejando la capital, uno se adentra por un país literalmente fabuloso. La llanura que aparece dejando Buenos Aires al norte y dirigiéndose hacia el sur y el sudeste, impresiona: es la Pampa Argentina. Allí la producción agrícola y ganadera adquiere dimensiones americanas. La costa austral es inquietante debido a las dimensiones de los acantilados y de la soledad. Se puede disfrutar de la soledad de una playa rellena de leones marinos y de ballenas. Las poblaciones que se encuentran por el camino son también agradables. Bahia Blanca, Comodoro Rivadavia, toda la Península Valdés, Puerto Madryn, Trelew (donde aún conservan las tradiciones galesas), etc. Carreteras de rípio con rectas kilométricamente centenarias.

Como capital de un país que sacó Europa del hambre en época de guerras y con un material humano derivado del sur de Europa con influencias francesas, la buena cocina es inevitable

“¿Conoces  Guadalajara, la de España?”, que pregunta el amigo argentino. “¡Pues, comparada con Río Gallegos, es París!”. Y es verdad. Al llegar al fin del mundo, cerca de los glaciares, la vida se vuelve dura y sórdida. Y los alrededores de Ushuaia sufren unas inclemencias de gran intensidad. Una buena descripción muy nuestra la hace el señor Jacint Puget, de Manlleu, en sus memorias que magníficamente recogió Josep Pla en el libro Un senyor de la Terra del Foc. Su "estancia", "La Catalana", todavía se puede visitar. Aquel sur, en el que mueren los Andes, hace unos años impresionante, corre el riesgo de una destrucción lamentable. Se han empezado a construir aeropuertos para que el turismo de masas pueda ver el entorno sin necesidad de mover el trasero. Es el permanente dilema que deberemos dilucidar en el futuro: las incomodidades e incertidumbres de ser viajero, o la estupidización borregada del turista.

La ciutat de Buenos Aires és una realitat imponent | iStock
La ciudad de Buenos Aires es una realidad imponente | iStock

Hace ya unos años, el diario Clarín editó una serie de artículos en los que se hablaba de la situación socioeconómica, caótica, de Argentina y hacía un estudio comparativo con Australia y Canadá. Los artículos se titulaban, más o menos, “¿Qué paso?”. Es verdad. Los tres países, de características similares, han evolucionado de forma muy diferente desde principios del siglo XX. Dos de ellos lo han hecho positivamente -Australia y Canadá, de raíz anglosajona-. Argentina no. En los años 1930 empezaron a ir torcidos. Expulsión de empresarios -británicos, pero también catalanes-, autarquía nacionalista, golpes de estado, etc. Llegada la década de los 1950 la caja todavía estaba llena. Pero el populismo, esa enfermedad congénita hispana, le dio el rasgo de gracia. El peronismo, con Eva Perón a la cabeza, acabaron de vaciarla.

A finales del siglo XIX Argentina tenía, según algunos estudios, el PIB per cápita más alto del mundo. Y un dato sorprendente: no fue hasta 1972 cuando España llegó a tener el mismo PIB per cápita que Argentina. ¿Se imaginan la riqueza que acumulaba ese país? Las fechorías gubernamentales empezaron a sentirse a principios de 1960, después de treinta años haciendo el burro. Miren la gráfica (Fuente: Banco Mundial):

Evolució del PIB per càpita al llarg del segle XX en dòlars | Xavier Roig
Evolución del PIB per cápita a lo largo del siglo XX en dólares | Xavier Roig

Visitar a la Argentina rural hoy es entrar en la nostalgia de un pasado que casi pudo ser, pero que no fue. Un tango que no se detiene. Pueblos aislados en medio de la nada, que en los años 1930 ya tenían casino con hotel donde los propietarios -a menudo instalados en “estancias” ubicadas a cientos de kilómetros- iban a pasar los fines de semana a cenar y jugar, bien ataviados, con sus mujeres vestidas con abrigos de pieles. Pueblos con ayuntamientos de estilo château francés hoy con los cristales...

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El caso argentino nos demuestra que lo que verdaderamente cuenta para salir adelante es el grueso humano, cómo se organiza política y socialmente. Cómo se articulan unas instituciones que funcionen. Y nos recuerda, una vez más, que una mala clase política puede hacer que un país se desmorone. Sin importarle, incluso, si ese país, como lo fue Argentina, es el más rico del mundo.

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