Japón se encuentra en uno de los momentos económicamente más delicados de las últimas décadas: una población que se reduce año tras año a un ritmo cada vez mayor -el último año, un descenso de cerca de un millón de japoneses-, una fuerza laboral incapaz de cubrir las necesidades básicas del mercado y una productividad estancada que limita el crecimiento potencial del país. En este contexto, cualquier gobierno optaría por emprender medidas para atraer talento, profesionales y emprendedores de fuera. La primera ministra Sanae Takaichi, sin embargo, ha elegido exactamente el camino contrario: impulsar un giro político que encarece el acceso al país, endurece la vida de los residentes extranjeros y complica la llegada de la mano de obra que la economía japonesa necesita urgentemente.
Como ya explicamos en VIA Empresa hace pocas semanas, el gobierno ya elevó el capital mínimo del visado de emprendimiento de cinco a 30 millones de yenes -una decisión que expulsa, de facto, al 90% de los proyectos extranjeros que antes podían optar a establecerse en el país. Ahora, a esta medida se añade un paquete de restricciones que incluye trámites mucho más caros para renovar permisos de residencia, nuevas limitaciones para adquirir terrenos, tasas aeroportuarias exclusivas para extranjeros y un control administrativo reforzado que incrementa los costes operativos de las empresas que dependen de talento internacional. El resultado no es solo un empeoramiento de la imagen del país: es un freno real a la captación de inversión, a la creación de empleo y a la capacidad de innovar en una economía que ya tiene suficientes dificultades para competir globalmente.
El giro político de Takaichi se ha justificado bajo una premisa tan simple como falsa: que los extranjeros generan “conflicto social”, “angustia ciudadana” y un incremento preocupante de incivismo. El gobierno argumenta que los residentes extranjeros cometen más delitos, abusan del sistema sanitario público o incumplen sus obligaciones fiscales.
Pero todas las estadísticas oficiales lo desmienten. Las tasas de detención por cada 100.000 habitantes son un 17% más bajas entre extranjeros que entre japoneses -según estadísticas oficiales ajustadas por población-, los casos de impago fiscal investigados por Hacienda corresponden casi íntegramente a ciudadanos japoneses con grandes patrimonios e influenciadores, y los datos del Ministerio de Sanidad confirman que la morosidad en facturas hospitalarias es estadísticamente marginal y, de nuevo, mayoritariamente local, con un 98,5% de impagos de ciudadanos nacionales. La construcción de un problema “extranjero” no responde a ninguna realidad cuantificable; responde a una necesidad política.
La construcción de un problema “extranjero” no responde a ninguna realidad cuantificable; responde a una necesidad política
Esta distorsión deliberada tiene consecuencias económicas inmediatas: en lugar de centrarse en reformar la administración fiscal, modernizar el sistema sanitario o perseguir el fraude real -que es doméstico, no importado-, el gobierno canaliza el malestar social hacia el colectivo que menos contribuye al problema y más contribuye al mercado laboral. Este relato permite justificar medidas que hacen más complicada la inmigración, dificultan la renovación de permisos e introducen barreras que frenan la movilidad del trabajo, un activo esencial para cualquier economía avanzada. En definitiva, el país está penalizando el talento y la mano de obra que necesita mientras deja intactas las disfunciones internas que sí limitan el crecimiento.
Este relato, a pesar de ser inconsistente con datos, está generando réditos políticos inmediatos: la primera ministra Takaichi ha visto reforzada su popularidad entre los segmentos más conservadores y entre una clase media desorientada por el estancamiento salarial, la inflación encubierta y la sensación de declive estructural. El gobierno ha encontrado en los extranjeros un amortiguador emocional: un chivo expiatorio externo sobre el cual proyectar frustraciones internas.
El país está penalizando el talento y la mano de obra que necesita mientras deja intactas las disfunciones internas que sí limitan el crecimiento
Y esta estrategia funciona. Las últimas encuestas muestran que el 59% de los japoneses rechazan la llegada de más trabajadores extranjeros, un salto espectacular respecto al 46% de hace solo un año, cuando dominaban las opiniones favorables a los trabajadores extranjeros. Igualmente, el 68% afirma temer un deterioro de la seguridad pública si aumenta la inmigración -un 79% si se pregunta a los jóvenes menores de 35 años-, a pesar de que las estadísticas indican exactamente lo contrario.
Este giro de opinión pública no es anecdótico ni circunstancial: marca la reaparición de un sentimiento anti-extranjero con una fuerza que Japón no veía desde el primer tercio del siglo XX, cuando el país se cerraba sobre sí mismo y alimentaba una narrativa identitaria rígida y excluyente. El escenario actual presenta paralelismos inquietantes: nacionalismo emocional, discursos sobre la pureza cultural, sospecha permanente hacia el otro y un “Japan First” que gana adeptos entre los más jóvenes. Para una economía que necesita urgentemente mano de obra y capital humano, esta involución social es más que un problema moral o político: es un freno directo a la competitividad y a la capacidad del país de atraer talento, innovación e inversión extranjera en un contexto global cada vez más competitivo.
A pesar de todo, el gobierno sigue insistiendo en que este paquete de medidas no tiene nada de discriminatorio y que se trata solo de “correcciones del sistema” para frenar abusos puntuales. Pero el endurecimiento llega en el peor momento posible: Japón registra un mínimo histórico de nacimientos, una fuerza laboral en retroceso permanente y un envejecimiento que acelera cualquier desequilibrio fiscal. En un país que necesita importar talento, trabajadores y contribuyentes, la estrategia racional sería facilitar su llegada, no dificultarla. Sin embargo, el mensaje que recibe la comunidad extranjera es justo el contrario: cualquier error administrativo, discrepancia fiscal o retraso en un pago sanitario puede convertirse en un riesgo real de pérdida del visado. Un sistema que debería competir por retener personas se dedica, paradójicamente, a empujarlas hacia la puerta de salida.
En un país que necesita importar talento, trabajadores y contribuyentes, la estrategia racional sería facilitarles la llegada, no dificultarla
La deriva ha llegado hasta tal extremo que el gobierno japonés ya prepara para 2027 una medida que, en cualquier otra economía avanzada, encendería todas las alarmas: denegar la renovación del visado a extranjeros que tengan un recibo impagado del seguro médico público u otros tipos de impuestos. El ejecutivo quiere que municipios, aseguradoras e inmigración compartan datos en tiempo real para rastrear morosidad y vincularla automáticamente al estatus de residencia. El mensaje es inequívoco: un error administrativo, una mala traducción o un retraso en un pago puede expulsarte del país.
El impacto económico es evidente: en un mercado laboral ya ahogado por la falta de personal, esta medida amenaza con llevar al límite a sectores esenciales -sanidad, cuidado de ancianos, manufactura, logística o tecnología- que dependen de miles de trabajadores extranjeros para continuar funcionando. No solo puede acelerar la fuga de talento y disuadir nuevas incorporaciones, sino que también puede elevar los costes empresariales, romper cadenas de producción y agravar aún más una crisis laboral que ya compromete la competitividad de Japón.
Esta política no solo es moralmente cuestionable: es económicamente suicida. Japón está perdiendo contribuyentes en el peor momento posible. Los residentes extranjeros aportan miles de millones de yenes en impuestos municipales, seguros sociales y consumo interno, y lo hacen con una edad media mucho más baja que la población japonesa.
Expulsarlos por un recibo impagado equivale a perforar aún más un sistema de pensiones ya insostenible y a reducir la base fiscal que mantiene a flote los servicios públicos. Las empresas extranjeras, especialmente startups y firmas tecnológicas, comienzan a advertir que esta inseguridad jurídica dificulta atraer talento internacional y que, ante la hostilidad creciente, es más sencillo instalarse en Singapur, Corea del Sur o Australia, países que compiten directamente con Japón, pero que ofrecen marcos normativos predecibles y políticas de atracción de talento, no de repulsión. Si Tokio persevera en esta estrategia, el riesgo no es solo perder mano de obra: es desconectarse de la carrera global por la innovación y condenarse a décadas de crecimiento anémico.
Las empresas extranjeras comienzan a advertir que esta inseguridad jurídica dificulta atraer talento internacional
La deriva de Takaichi no es una política pública: es un despropósito estratégico. Ningún país con aspiraciones de liderazgo puede dinamitar su propio mercado laboral, encarecer la llegada de talento y criminalizar contribuyentes mientras afronta la peor crisis demográfica del mundo desarrollado. Japón no está protegiendo su identidad: se está disparando en los pies mientras corre hacia el abismo demográfico. Si continúa por este camino, no será la competencia internacional quien lo expulse del mapa económico mundial, sino su propia obstinación. Y la historia será taxativa: el Japón del siglo XXI no murió por falta de extranjeros, sino por la incapacidad de aceptarlos.
Y, al final, no habrá sido un enemigo exterior quien haya derrotado al país, sino su propio tantō, empuñado con un orgullo tan herido como inconsciente.