Cuando empecé la carrera, todo el mundo quería ser diplomático en las Naciones Unidas o trabajar en alguna organización internacional. El prestigio se percibía si te ibas fuera y trabajabas en grandes titanes de las relaciones internacionales. Algunos, algo más centrados en la política regional o nacional, aspiraban a cargos en el gobierno. Nadie quería ser funcionario. Todos querían trabajar en algo que diera renombre y que fuera reconocido como el lugar al que solo unos pocos seleccionados podían aspirar. Y, por supuesto, todo el mundo estaba dispuesto a sacrificar lo que hiciera falta para llegar allí.
Hoy, diez años después, cuando hablo con estudiantes de primer curso de universidad, no puedo evitar que se me escape una sonrisa por dentro cuando me hacen las mismas propuestas. No lo hago por fuera, porque todavía recuerdo la rabia que daba que “los adultos” pensaran que tu planificación vital estaba equivocada. Todos creemos que somos mejores que los que vinieron antes cuando tenemos veinte años. Luego, la vida hace eso que yo pensaba que nunca llegaría, y te pone en tu sitio. En ese proceso de síntesis entre nuestras expectativas y nuestras posibilidades, más allá de darnos cuenta de que nuestra libertad está mucho más sujeta a nuestras circunstancias de lo que nos gustaría, aprendemos muchas lecciones que serán fundamentales para ordenar lo que, durante las próximas décadas, serán nuestras coordenadas. Tanto morales como vitales: la manera en que entenderemos los cambios en nuestra vida o las prioridades que estableceremos.
A menudo se dice que los jóvenes viven en las nubes, deslumbrados por un sol mucho más grande del que debería iluminarlos, creyéndose inmortales e invencibles. Yo digo que es completamente cierto, pero que es un proceso y un momento clave para cualquier formación de la personalidad durante la juventud. Es bonito, vivir en las nubes: pensar que todo es posible, que el mundo se puede arreglar con una buena idea, que ahora sí, que es el momento, y que tu generación será la que lo solucione todo de una vez por todas. Pero el progreso, por mucho que se nos venda como una espiral exponencial, se parece más bien a una criatura que, día tras día, aprende a hacer su castillo de arena de una manera más resistente antes de que se lo lleven las olas.
Algunas personas, sin embargo, se quedan en las nubes. Ya sea por idealistas, por soñadoras o porque acaban convirtiéndose en pilotos de avión
Algunas personas, sin embargo, se quedan en las nubes. Ya sea por idealistas, por soñadoras o porque acaban convirtiéndose en pilotos de avión. Algunas lo hacen con plena conciencia de su capacidad de transformar, y otras aún con ese espíritu de juventud que, con los años, puede volverse ingenuo o, incluso, preocupante. Pero los necesitamos a todos, y suelen ser precisamente estos últimos quienes acaban haciendo algo destacable o quienes más preocupaciones dan a sus familias; o un poco de ambas cosas.
Está claro que debemos procurar vivir en una nube lo bastante sólida si queremos que la cosa dure, pero también es bueno, de vez en cuando, lanzarse a una nube de polvo y caer de culo al suelo. Es mucho más importante de lo que pensamos, caer de culo al suelo. Existen estudios sobre la importancia del aprendizaje a partir del error en la infancia, pero a los jóvenes solo se nos tacha de soñadores y se nos repite que la vida ya nos pondrá en nuestro sitio y que ya entenderemos que tenemos la cabeza llena de pájaros. Sin embargo, si los pájaros hacen nido, es posible que podamos vivir ahí un rato más, o encontrar cierto confort para, cuando toque, bajar de las nubes no para convertirnos en diplomáticos, embajadores, funcionarios o consultores, sino para ser felices.