Nos pasamos el día conectados con el cielo y no lo sabemos. Cada vez que miramos el tiempo en la tele, abrimos Google Maps, usamos una app para pedir comida a domicilio, utilizamos redes sociales o llamamos por el móvil, hay un ejército de satélites haciendo de mensajeros silenciosos entre lo que hacemos aquí abajo y lo que pasa allá arriba. Pero a diferencia de las estrellas, estos puntos que orbitan la Tierra no tienen nada de poético: son tuberías digitales. Y como todas las tuberías, si no las cuidamos, nos acabarán creando un problema.
Actualmente, hay más de 12.000 satélites orbitando la Tierra, y solo la mitad funcionan. La otra mitad es chatarra espacial. No es una metáfora: son desechos metálicos girando a 28.000 km/h, cada uno con suficiente energía para destruir otro.
"Actualmente, hay más de 12.000 satélites orbitando la Tierra, y solo la mitad funcionan. La otra mitad es chatarra espacial"
Nuestro móvil, cuando busca la ubicación, recibe señales de entre seis y doce satélites cada segundo, y se calcula que, antes de ir a dormir, nos hemos conectado a unos 200 satélites durante el día. No es una conexión “romántica” con el universo, es trigonometría orbital. El coche con GPS, el reloj inteligente, los drones, los barcos, los aviones comerciales, las plataformas de agricultura o la logística: todos dependen de constelaciones artificiales. Somos adictos a un cielo que creemos infinito.
La paradoja es que llamamos “nube” a nuestros datos cuando, en realidad, pasan por satélites, cables submarinos y centros de datos terrestres. No hay nada vaporoso en esta nube: es acero, cobre y silicio. Y, cada vez más, dióxido de carbono. ¿Sabíais que Google está reactivando una central nuclear para alimentar su IA y competir contra China?
El espacio, que antes era territorio de científicos y astronautas, ahora es un espacio de negocio: satélites pequeños, lanzamientos baratos, constelaciones masivas...
Mientras tanto, las misiones de exploración (las que deberían recordarnos la importancia de mirar más allá) conviven con una carrera por ocupar órbitas útiles antes que los demás. Las empresas hablan de “acceso universal a internet” o “conectividad global”, pero la realidad es que ya hay “más de 100.000 satélites planificados para ser lanzados esta década”. Y el espacio orbital, a diferencia del ciberespacio, no es infinito. Tiene una capacidad limitada, física, medible.
El “síndrome de Kessler” (reacciones en cadena de chatarra espacial) nos explica que no hace falta un meteorito para acabar con nuestra conectividad: solo hace falta que sigamos haciendo el tonto con el espacio.
Pero esta historia no va solo de ciencia y sostenibilidad. Va de poder. Quien controla el espacio, controla la información. Y quien controla la información, controla el mundo. Las decisiones sobre frecuencias, trayectorias y permisos no las toman los astrónomos, sino los consejos de administración. No es casualidad que los nombres más activos en el espacio sean los mismos que dominan internet. El cielo, hoy, es un activo financiero.
"Quien controla el espacio, controla la información. Y quien controla la información, controla el mundo"
Nos gusta imaginar que “el espacio es el futuro”, cuando en realidad es un espejo del presente: un reflejo perfecto de cómo tratamos los recursos comunes. Si un día nuestros descendientes levantan la mirada y no pueden ver las estrellas por culpa de la chatarra orbital, que no nos sorprenda. Habremos hecho con el cielo exactamente lo mismo que con la Tierra: utilizarlo hasta que deje de servirnos.