Hay empresas donde todo parece funcionar. Las reuniones se hacen, los objetivos se cumplen y el día a día avanza sin grandes sobresaltos. Pero, de repente, algo empieza a chirriar. Las decisiones se eternizan, los equipos pierden energía, los conflictos se enquistan y la ilusión se desinfla. Nadie sabe muy bien por qué, pero todo el mundo lo nota. No es una crisis de resultados, ni un problema de recursos. Es un vacío. Un vacío de liderazgo.
El liderazgo ausente es una de las formas más silenciosas -y más costosas- de desgaste organizativo. No grita, no genera titulares, pero erosiona lentamente la confianza y la motivación. Y lo más curioso es que, a menudo, no es fruto de la mala voluntad, sino de la inacción. Del miedo, de la sobrecarga o, simplemente, de la confusión sobre qué quiere decir realmente liderar.
Patrick Lencioni, autor de The Advantage, habla de la salud organizativa como la auténtica ventaja competitiva. Más que la estrategia, más que el talento individual, lo que marca la diferencia es la cohesión, la claridad y la confianza. Cuando estas tres dimensiones fallan, la empresa se desgasta. Y cuando el líder no las vela, el desgaste se multiplica.
"Liderar no es hacer más reuniones ni dar más instrucciones. Es poner palabras a lo que pasa, tomar decisiones, marcar prioridades y cuidar las conversaciones que sostienen el clima emocional"
El liderazgo ausente no es fácil de detectar. No es aquel líder autoritario ni el que manipula. De hecho, a menudo es alguien amable, técnico, respetuoso… Pero desconectado de su rol. Evita el conflicto, confía demasiado en la autogestión o se esconde detrás del “yo no quiero controlar”.
El problema es que, cuando el líder calla, el vacío se llena igualmente: por rumores, inseguridades o luchas internas. Cuando nadie marca el norte, el equipo lo busca. Y aparecen figuras informales de poder, discursos paralelos y microconflictos que se van arrastrando. No es malicia, es ausencia.
Liderar no es hacer más reuniones ni dar más instrucciones. Es dar sentido. Es poner palabras a lo que pasa, tomar decisiones, marcar prioridades y cuidar las conversaciones que sostienen el clima emocional. Cuando esto no pasa, la desorientación se instala. Y cuesta mucho hacerla marchar.
El desgaste invisible
El desgaste por el liderazgo ausente no estalla de golpe. Es una erosión lenta, que empieza con frases como “ya lo haremos”, “ahora no es momento” o “ya se lo mirarán”. Y, mientras tanto, la confianza se va fundiendo. Los equipos dejan de pedir ayuda, las decisiones se toman por inercia y las personas más comprometidas empiezan a desconectar.
Es un fenómeno peligroso porque no genera alarma inmediata. No hay gritos ni discusiones. Solo un cansancio difuso. Un “ir tirando” que, a la larga, pasa por encima de la energía más valiosa de una organización: la implicación.
"El desgaste por el liderazgo ausente no estalla de golpe. Es una erosión lenta, que empieza con frases como “ya lo haremos”, “ahora no es momento” o “ya se lo mirarán”"
Lencioni lo resume muy bien: “Las empresas no mueren por incompetencia, sino por disfunciones humanas no abordadas”. Cuando el liderazgo es ausente, estas disfunciones arraigan, crecen… Y acaban convirtiéndose en cultura.
Muchos equipos confunden ausencia de conflicto con buena salud. “Aquí no discutimos nunca”, dicen. Pero a menudo, el silencio no es paz: es resignación. El conflicto no es el problema; el problema es su ausencia cuando sería necesario. Los equipos maduros no son los que no discrepan, sino los que saben hacerlo sin miedo. El liderazgo ausente, en cambio, evita estas tensiones. No por falta de criterio, sino por agotamiento o por querer agradar a todo el mundo. Pero la neutralidad constante también es una decisión: la de no proteger a nadie, ni el propósito, ni a las personas. Cuando un líder no actúa, envía un mensaje muy claro: “todo vale”. Y cuando todo vale, nada tiene valor.
Muchos líderes ausentes no son malos líderes. Son buenos profesionales atrapados entre dos fuerzas: la competencia técnica y la incomodidad emocional. Dominan su oficio, pero no han aprendido, o no se atreven, a gestionar conversaciones difíciles, emociones o incoherencias internas. Y ante el conflicto, se aíslan. El equipo, que observa e interpreta, lo lee como desinterés. Pero no es desinterés. Es miedo. Miedo a equivocarse, a perder la conexión con el grupo o a no estar a la altura de lo que el rol demanda.
Liderar no es controlar. Es estar presente. Es escuchar, poner palabras a lo que todo el mundo siente pero nadie dice. Porque el liderazgo ausente no es falta de autoridad; es falta de mirada.
"Muchos líderes ausentes no son malos líderes. Son buenos profesionales atrapados entre dos fuerzas: la competencia técnica y la incomodidad emocional"
¿Cómo se revierte un liderazgo ausente? No con manuales de gestión ni con más reuniones, sino con una actitud: volver a estar presente.
Esto significa tres cosas muy concretas:
- Hacerse visible. Hablar con las personas, no solo de los proyectos. Mostrar interés real. Estar presente, incluso cuando no tienes todas las respuestas.
- Dar sentido. Recordar el porqué y el para qué de cada decisión. Reconectar con el propósito compartido.
- Asumir la incomodidad. Tomar decisiones que quizás no gustarán, pero que son necesarias. La claridad puede ser incómoda, pero es mucho más sana que la confusión.
Cuando un líder recupera su presencia, el equipo lo nota enseguida. Cambia el tono de las reuniones, la velocidad de las decisiones y, sobre todo, la confianza colectiva. No hace falta ser un gran orador ni tener carisma natural. Basta con ser coherente, honesto y accesible.
El liderazgo ausente desgasta más que el liderazgo imperfecto, porque el equipo prefiere una dirección errónea a una ausencia total de dirección. El error se puede corregir. El vacío, no. El vacío se llena de cansancio, cinismo y desconexión.
Liderar no es tener todas las respuestas. Es sostener las preguntas, las personas y el propósito. Y cuando un líder es capaz de hacerlo, desde la presencia, el desgaste se transforma en confianza. Y la confianza, en energía.
Porque no hay nada más agotador que trabajar sin dirección. Ni nada más revitalizante que sentir que alguien, simplemente, está.