Etnógrafo digital

Humanoides en una burbuja: lecciones de inteligencia

02 de Octubre de 2025
Josep Maria Ganyet | VIA Empresa

Cada vez que sale un vídeo de un robot humanoide de Boston Dynamics tenemos dos sensaciones que son inseparables: fascinación y miedo. Fascinación por la habilidad mecánica, la precisión de los movimientos, la sensación de que estamos viendo una escena de ciencia ficción hecha realidad. Miedo, porque detrás de cada salto, cada giro acrobático o cada gesto sorprendente está la intuición de que estamos asistiendo a un ensayo general del futuro: un futuro en el que máquinas con apariencia humana nos recuerdan demasiado a Terminator.

 

Solo faltaba que al circo de los robots humanoides entrara Elon Musk con su enésima promesa incumplida, esta vez en la forma de robot Optimus. Verlo desfilar en no sé qué presentación, rodeado de un ejército de máquinas, no me pareció el mejor argumento de venta para alguien que pretende que durmamos con uno de sus aparatos en casa. Más que la promesa de un futuro amable, parecía una amenaza con desfile del First Order de la Guerra de las Galaxias incluida.

Siempre me ha parecido que detrás de las grandilocuentes promesas de la IA y de los robots humanoides hay un defecto de forma, en el sentido más literal del término. ¿Por qué nos empeñamos en construir copias mecánicas de nuestros cuerpos? Puestos a hacer un “diseño inteligente” de una nueva especie, ¿no podríamos hacerlos mejores? Citius, altius, fortius. Si lo que queremos es un robot que corra más que nosotros, quizás en lugar de piernas deberíamos ponerle ruedas; si queremos que llegue a los estantes de arriba de la cocina, pongámosle brazos telescópicos y, puestos a hacer, más de dos.

 

"El mimetismo con el cuerpo humano no solo limita las competencias de las máquinas que nos tienen que ayudar, sino que es también engañoso"

El mimetismo con el cuerpo humano no solo limita las competencias de las máquinas que nos tienen que ayudar, sino que es también engañoso: crea la expectativa de que la máquina “nos sustituirá” —se nos parece demasiado—, cuando en realidad los robots más útiles de la historia nunca han necesitado disfrazarse de humanos para cambiar el mundo.

El foco debería estar en IA y robots que hagan lo que no nos gusta hacer, no aquello que nos gusta y en lo que, además, somos buenos. Para entendernos: IA que escriba poesía por nosotros, no; robots que nos hagan la colada, sí. Tenemos un ejemplo universal de cosa que no nos gusta hacer: limpiar la casa. Y es una casualidad que tenemos un caso de éxito en robótica: la Roomba. Todo el mundo que haya visto una sabe que de humanoide no tiene nada —aunque provoca un cierto desasosiego verla atrapada debajo de la mesa chocando de cabeza en una pata y la otra, una especie de test casero de Voight-Kampff (Blade Runner).

La Roomba es, junto con la Thermomix, el robot doméstico más popular de la historia. Y no le ha hecho falta ser muy inteligente, ni parecérsenos nada; solo muy competente en lo poco que tenía que hacer: limpiar. Rodney Brooks, matemático e ingeniero informático, con una larga carrera en robótica e IA en centros de investigación como Stanford y Carnegie Mellon, fue quien creó la Roomba con esta visión.

"La Roomba es, junto con la Thermomix, el robot doméstico más popular de la historia. Y no le ha hecho falta ser muy inteligente, ni parecérsenos nada"

La idea le vino el verano de 1985, mientras visitaba a la familia de su primera esposa en un pueblecito de Tailandia. Aislado por la barrera idiomática — él no hablaba tailandés y la familia política no hablaba inglés—, Brooks pasaba horas observando lo que tenía a su alrededor. Un día se fijó en los mosquitos que volaban por casa: criaturas minúsculas, con cerebros ínfimos, pero capaces de desplazarse con una eficacia sorprendente. La pregunta surgió sola: si un insecto tan simple podía ser tan eficiente, ¿por qué los robots necesitaban sistemas tan complejos y lentos?

De aquella observación salió la intuición que cambiaría la robótica de servicios: en lugar de diseñar máquinas que necesitaran entender todo el entorno antes de hacer nada, bastaba con reglas sencillas, sensores básicos y movimientos incrementales. De aquel pensamiento nació la filosofía que, años más tarde, inspiraría la Roomba: un pequeño disco redondo que se ha convertido en el robot más popular, simpático y eficiente del mundo. Y todo esto sin parecerse nada a un humano.

Brooks no es solo un empresario de éxito. Ya a finales de los ochenta había defendido una idea que en aquel momento sonaba casi herética: que la IA nunca podría ser realmente inteligente sin un cuerpo. Su argumento era que la inteligencia no emerge en el vacío, sino del hecho de que nuestro cerebro está incrustado en un mundo físico, interactúa constantemente con él y aprende a partir de la percepción y la acción. En otras palabras: no se puede pensar sin sentir ni actuar.

Esta visión, que se bautizó como embodied intelligence y que podemos traducir como inteligencia corpórea, rompía con la tradición dominante, que concebía la IA como un puro ejercicio de cálculo simbólico dentro de un cerebro digital descontextualizado. Brooks afirmaba que para entender y reproducir la inteligencia era necesario empezar por lo más elemental: robots con sensores y motores capaces de moverse, explorar y adaptarse a un entorno real, aunque fuera tan simple como esquivar obstáculos o seguir la luz. Lo resumía con: “Intentar construir inteligencia sin cuerpo es como querer enseñar a nadar a alguien que nunca ha probado el agua”. De esta intuición surgieron la primera Roomba y, sobre todo, una gran lección de robótica que parece que los inversores aún no han aprendido.

"Brooks defiende robots funcionales, especializados y a menudo con ruedas o pinzas en lugar de piernas y dedos"

En sus últimas intervenciones, Brooks ha dicho que estamos ante una burbuja alimentada por vídeos espectaculares y PowerPoints ambiciosos, pero que acabará estallando (si os recuerda a la de la IA es porque son primas hermanas). Para Brooks, entrenar robots humanoides con técnicas de aprendizaje automático, es decir, a partir de mostrarles vídeos humanos “haciendo cosas”, es “pensamiento mágico”: ni la biomecánica, ni la percepción, ni la energía necesaria para sostener aquellas máquinas tienen nada que ver con el cuerpo humano. Una mano humana, recuerda, tiene hasta 17.000 receptores táctiles especializados que ningún robot puede imitar, y un humanoide de 100 kilos que cae mientras te trae el café puede ser más un problema de seguridad que una solución. Brooks defiende robots funcionales, especializados y a menudo con ruedas o pinzas en lugar de piernas y dedos; el mercado parece embelesado con la fantasía de una legión de Terminators serviciales.

En el fondo, la fascinación por los humanoides tiene más que ver con Hollywood que con la ingeniería. Nos cautiva ver un robot hacer saltos mortales porque recuerda cuando éramos jovencitos y soñábamos con el futuro con las películas de ciencia ficción; y nos asusta porque proyectamos en aquellas máquinas los fantasmas creados por estas mismas películas.

La robótica útil ya existe y no tiene nada de humanoide: limpia, cocina, monta coches, explora Marte y desactiva bombas. Brooks dice que la burbuja de la fantasía humanoide está a punto de estallar, y que todo lo que quedará es un grupo de promesas incumplidas y unos cuantos vídeos virales. La pregunta es si, cuando esto pase, nos pillará boquiabiertos ante el espectáculo del circo tecnológico o si finalmente habremos aprendido que la inteligencia —humana o artificial— no es cuestión de forma, sino de competencia.