Una flor no hace verano, pero siempre trae una pizca de esperanza. Quizás por eso ha despertado tanta curiosidad la decisión de Han Willhoft-King, una de las joyas de la cantera del Manchester City. Con solo diecinueve años, y después de entrenar a menudo con las estrellas del primer equipo de Pep Guardiola y de debutar con las categorías inferiores de la selección inglesa, ha decidido renunciar a la trayectoria deportiva que muchos le preveían para matricularse en Derecho en la Universidad de Oxford. Un gesto insólito que ha generado múltiples titulares en la prensa deportiva y que ha reabierto, de manera inesperada, el debate sobre qué estereotipos de éxito queremos transmitir a las nuevas generaciones.
"Cualquier padre con criaturas que juegan al fútbol lo sabe bastante bien. A los niños se les pregunta poco por cómo va la escuela y mucho por si ganaron el último partido"
Entre las cosas que más han sorprendido al joven futbolista está la necesidad constante de explicar y justificar su decisión. “Me han preguntado lo mismo más de 100 veces en una semana”, admitía hace pocos días. En este sentido, es legítimo cuestionarse qué habría pasado si la decisión hubiera sido la contraria, es decir, abandonar una carrera de abogado prometedora en Oxford para fichar por el Manchester City. Seguramente no nos equivocaríamos mucho si dijéramos que no habría sido noticia. Y aquí es donde reside el aspecto realmente interesante. Tal como recuerda a menudo el sociólogo Salvador Cardús en sus clases de epistemología, los fenómenos sociológicos no suelen ser noticia porque son la norma, y precisamente por eso merecen más análisis. En cambio, las excepciones sí que acaparan páginas y artículos aunque, por definición, nunca explican la regla general. Quizás, pues, lo más relevante no es que este chico haya cambiado el fútbol por los estudios, sino entender por qué nos parece tan natural que casi nadie lo haga.
Una parte de esta excepcionalidad tiene que ver con la presión social que rodea al deporte desde la infancia. Cualquier padre con criaturas que juegan al fútbol lo sabe bastante bien. A los niños se les pregunta poco por cómo va la escuela y mucho por si ganaron el último partido, o aún peor, por si marcaron algún gol. Y ellos, con la agudeza silenciosa con la que captan el mundo, aprenden deprisa qué es aquello que despierta el interés de los adultos y cuál es el pasaporte de prestigio entre los iguales. Esta presión es difícil de esquivar, porque los deportes mayoritarios tienen un peso omnipresente e, incluso, integrador en cualquier colectivo humano. Por lo tanto, elegir un camino diferente no es solo una decisión personal; sino que implica tener la valentía de esquivar un relato ampliamente compartido.
Pero la mejor manera de entender qué hay al fondo de esta decisión es escuchar los argumentos del mismo protagonista. Al fin y al cabo, para combatir aquello que Gustave Le Bon describía como la irracionalidad de las masas, la mejor vacuna continúa siendo la lucidez individual. Y Han Willhoft-King ofrece una buena dosis cuando confiesa que la vida de futbolista no lo llenaba porque se pasaba el día corriendo detrás de un balón y después volvía a casa sin hacer nada demasiado sustancial. Aunque este camino le podía garantizar dinero a corto plazo, él se sentía atraído por una idea de autorrealización más holística, que ha encontrado en la universidad: combinar crecimiento personal, inquietud intelectual y también una vida social variada y divertida.
Por otra parte, el exfutbolista esgrime un segundo argumento igualmente potente, pero de una naturaleza más cognitiva. Explica que no se veía dedicando los mejores años de su vida a una carrera profesional que, en el mejor de los casos, difícilmente se alarga más allá de los cuarenta. Una reflexión que conecta de lleno con las palabras del jugador del Betis, **Héctor Bellerín**, cuando reclamaba dar más visibilidad a los deportistas “casi”. Estos son, decía, todos los que no llegan a la élite ni a las cifras millonarias de unos pocos privilegiados, pero tampoco forman parte de la mayoría que asume que no alcanzará nunca el estrellato y que vive el deporte como un hobby saludable. Los “casi” son todos los que quedan en medio, una multitud silenciosa que pasa años recorriendo campos de fútbol de todas partes, a menudo empujada por la presión social que hemos mencionado, y que de repente choca con una vida invertida en un sueño improbable, que les abandona en el ecuador de la existencia sin oficio ni beneficio.
Quizás por eso la decisión de Willhoft-King tiene una fuerza simbólica que va más allá del fútbol. No es solo una anécdota deportiva, sino también un espejo incómodo que nos interpela sobre por qué seguimos legitimando modelos de éxito tan estrechos. Su gesto recuerda que cada uno tiene derecho a construir una vida que se ajuste a los propios estímulos y no a los de los demás. Y, de paso, nos invita a repensar los referentes sociales que condicionan las vocaciones del futuro, por qué aceptamos como normal saber quién es Robert Lewandowski y, en cambio, ignorar quién fue Robert Schuman.