Etnógrafo digital

Que no nos caiga la nube encima

20 de Noviembre de 2025
Josep Maria Ganyet | VIA Empresa

“Estamos en el año 50 antes de Cristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea del norte habitada por galos indomables rechaza una y otra vez ferozmente al invasor”.

 

Así comienzan todos los cómics de Astérix, el indomable guerrero galo que junto a su inseparable compañero Obélix plantan cara a Julio César y al todopoderoso imperio romano. Solo tienen miedo a una cosa: que el cielo les caiga encima.

Cuando me toca explicar qué es “la nube”, siempre empiezo explicando lo que no es. La palabra sugiere ligereza, transparencia, espacios limpios y cielo abierto. Nos hace mirar hacia arriba, como si todo funcionara en una capa vaporosa por encima de nosotros. Pues no: la nube es todo lo contrario. Podemos pensar en la nube como si fuera el ordenador de alguien más. Cuando “subimos” un documento (porque, claro, las nubes están arriba), lo que hacemos realmente es copiar nuestros datos a la máquina de un tercero. Y, desde ese mismo instante, la custodia pasa a ser compartida: los datos siguen siendo nuestros, pero ya dependemos de la buena fe y de los intereses comerciales de una empresa que difícilmente se caracteriza por la transparencia.

 

"La palabra sugiere ligereza, transparencia, espacios limpios y cielo abierto. Pues no: la nube es todo lo contrario"

Tampoco es un espacio abierto, ligero ni etéreo. La nube es una infraestructura de hierro y hormigón formada por millones de ordenadores, instalados bajo tierra en polígonos industriales anónimos, protegidos como si fueran búnkeres nucleares. La nube es muy terrenal. Hasta ahora.

Lo digo porque Google quiere, literalmente, subir la nube a lo alto: al espacio. Lo llaman Project Suncatcher. La idea es poner centros de datos en órbita; constelaciones de satélites con chips de IA, servidores suspendidos en órbita baja a unos 650 kilómetros de la Tierra. Un proyecto que parece salido también de un cómic —de ciencia ficción—, que Google presenta como la solución a los problemas energéticos, de capacidad de computación y a los costes de construir en la Tierra.

El relato es seductor porque lo hemos visto en incontables novelas y películas del futuro: energía solar inagotable, enfriamiento natural, ausencia de suelo urbanizado, menor impacto local. Pero la realidad es muy terca, y la ley de la gravedad, puñetera. Para empezar, enviar paquetes al espacio es carísimo. Cada gramo que ponemos en órbita tiene un coste económico y ambiental enorme. Los lanzamientos espaciales emiten cientos de toneladas de CO₂; cientos de ordenadores en el espacio generan una huella de carbono astronómica, incluso, antes de empezar a funcionar. Aun así, Google espera que los costes hayan bajado hasta 200 dólares/kg en 2030, lo que ya haría rentable el proyecto.

Después están los problemas técnicos: ¿cómo se repara un servidor cuando falla? En la nube subterránea, un técnico llega en minutos. En órbita, la única opción es dejarlo morir y sustituir todo el satélite. O bien enviar robots, lo que aún es más del futuro. ¿Cómo garantizamos la seguridad de tal infraestructura, vulnerable a micrometeoritos y radiación solar? ¿Y los sabotajes? Si la infraestructura es crítica, ya podéis estar seguros de que habrá quien invierta fortunas en fisgonear el sistema o destruirlo físicamente. Y aún más importante: ¿quién controla esta nueva “frontera computacional” que, literalmente, se escapa de la jurisdicción terrestre?

"Situar centros de datos fuera de cualquier estado puede facilitar a las grandes empresas esquivar regulaciones, soberanías digitales y leyes de protección de datos"

Existe también el perverso incentivo geopolítico: situar centros de datos fuera de cualquier estado puede facilitar a las grandes empresas esquivar regulaciones, soberanías digitales y leyes de protección de datos. Si la nube ya es poco transparente hoy, con las grandes tecnológicas escapándose de las jurisdicciones locales por agujeros de gusano legales, no quiero ni imaginar qué harán cuando sus (nuestros) datos estén en órbita.

Y todavía un último detalle de gravedad: los satélites no desaparecen. Cuando mueren, hay que desorbitarlos. Si no, se convierten en chatarra espacial. En una órbita baja cada vez más congestionada, añadirle cientos de centros de datos flotantes es, como mínimo, arriesgado. Lo sabemos porque ya nos ha caído algún satélite en la cabeza

Todo ello dibuja una idea más cercana a la huida hacia adelante acceleracionista que a la innovación responsable. Nos gusta pensar que los problemas complejos tienen soluciones espectaculares: poner servidores en el espacio suena bien, es épico y genera titulares. Pero la experiencia histórica en la Tierra nos dice que la mayor parte de las crisis —energéticas, ambientales, migratorias— no se resuelven proyectándolas fuera del ámbito afectado, sino gestionándolas donde se generan.

Ante el colapso de las civilizaciones de la Edad del Bronce Final, hacia el 1177 a.C., los reinos del Mediterráneo Oriental intentaron responder a una concatenación de problemas —sequía, hambruna, inestabilidad política, movimientos poblacionales, pérdida de comercio— con soluciones que ignoraban la raíz real de los problemas. Construyeron murallas más gruesas, buscaron enemigos externos, intensificaron los esfuerzos militares… y, sin embargo, se derrumbaron.

Hacer centros de datos más eficientes, limitar su crecimiento desbocado, aprovechar mejor el calor residual, situarlos solo en zonas con excedente renovable, impulsar chips y modelos de IA que consuman menos energía. Deberíamos empezar por aquí. Son opciones menos del futuro —y seguramente menos rentables— que poner una nube en órbita, pero parecen más al alcance

Dicho esto, no sé si nos dirigimos hacia un colapso como el del 1177 a.C., donde nuestra civilización se derrumbará por la incapacidad de afrontar a tiempo los problemas que genera. Pero sí que el anuncio de Google nos acerca a ello. Concretamente, nos lleva a la Galia del 50 a.C., donde Astérix y compañía tenían miedo de que el cielo les cayera encima. Una idea que puede dejar de ser un mito de la edad del hierro para convertirse en una realidad de la edad de la IA.