Hay una bombilla en Livermore, California, que lleva más de 120 años encendida. Es mucho más que un récord Guinness recurrente: es la prueba física de que las cosas podrían durar mucho más de lo que duran.
En la banda opuesta está la tecnología digital que usamos cada día con ciclos de operación cada vez más cortos. Cada vez que Microsoft decide retirar el soporte a una versión de su popular sistema operativo Windows, millones de ordenadores se convierten en chatarra digital. No porque dejen de ser útiles, sino porque dejan de ser “seguros”. Y no es por culpa nuestra, sino por culpa de ciberdelincuentes malvados a quienes les gusta meter las narices en nuestros ordenadores. El Windows 10 ha dejado de recibir actualizaciones este octubre para buena parte del mundo; solo Europa ha arrancado un año extra de gracia para los usuarios particulares gracias al trabajo incansable de la OCU. Pasado este año de margen, los usuarios que continúen con el Windows 10 quedarán literalmente expuestos a los ciberataques.
La bombilla de Livermore funciona porque es previa a la era industrial. La hicieron a finales de la década de 1890 en la Shelby Electric Company de Ohio, a mano, y la donaron al cuerpo de bomberos de Livermore-Pleasanton en California. La idea de que las cosas debían caducar era inaudita entonces. Con el nuevo siglo y la mecanización del proceso de fabricación de bombillas las cosas cambiaron. Y mucho. En 1924 se creó el cártel Phoebus, la alianza entre fabricantes de bombillas que fijó que la vida útil de una bombilla no podía superar las 1.000 horas. Se llama capitalismo de amiguetes: aquello que podría durar décadas debe quedar obsoleto antes de que haga obsoleto el negocio. 100 años después, las bombillas son los sistemas operativos, los teléfonos y las tabletas. La obsolescencia también la hemos digitalizado.
"Se llama capitalismo de amiguetes: lo que podría durar décadas debe quedar obsoleto antes de que deje obsoleto el negocio"
Esta semana, millones de ordenadores que funcionan perfectamente con Windows 10 quedarán sin protección solo porque no cumplen los requisitos de Windows 11: procesadores posteriores a 2018, módulos TPM, DirectX 12 y otras cosas que tampoco se entienden. ¿Obsolescencia programada? Es más sutil: obsolescencia por desconexión. El aparato no se vuelve obsoleto, eres tú quien se queda obsoleto fuera de la red de seguridad de Microsoft. Un sistema que no se mantiene con parches de seguridad se convierte en una pista de aterrizaje para ciberdelincuentes. Y como Windows, con el 48%, tiene la mayor parte de la cuota de mercado de los ordenadores personales, esta pista es inmensa y muy concurrida.
Si vamos más allá del titular de la noticia, nos daremos cuenta de que el porqué no es tanto técnico como económico y estratégico. Las nuevas herramientas de IA que Microsoft quiere integrar requieren más potencia de cálculo y hardware reciente. Recordemos que Microsoft tiene un acuerdo exclusivo con OpenAI. El modelo de negocio es el conocido como “enmierdamiento” (término acuñado por Cory Doctorow): primero se ofrecen servicios percibidos de alto valor gratis o en modelo freemium; una vez generada la dependencia, llegan las suscripciones. Tareas que las hacíamos nosotros gratis, como redactar correos, resumir informes o crear presentaciones, pasan a ser por suscripción. La renovación forzada de hardware favorece la consolidación de un ecosistema cerrado de servicios de pago que nos hace cada vez más dependientes.
Sin embargo, hay alternativas. Una de ellas es instalar sistemas operativos libres como Linux, que permiten reaprovechar ordenadores antiguos y seguir trabajando de forma segura y eficiente. Y gratis. No es una solución para todo el mundo —requiere una mínima adaptación—, pero demuestra que la caducidad no es inevitable. A fin de cuentas, la mayoría de usos cotidianos que hacemos de un ordenador no son especialmente exigentes: redactar textos, escribir correos, mirar vídeos de YouTube o navegar por internet. Para estas tareas vale prácticamente cualquier máquina fabricada en la última década.
Otra opción, más cara y con la misma lógica de mercado, es MacOS. Con solo un 8% de cuota mundial, los ordenadores Apple son menos atractivos para los ciberdelincuentes, y su vida útil media es más larga. No es la panacea, pero ofrece un margen temporal que Windows a menudo no da. El ordenador es más bonito, el sistema operativo también, pero seguiréis haciendo lo mismo que podríais hacer con un Linux: redactar textos, escribir correos, mirar vídeos de YouTube o navegar por internet.
"Decidir qué sistema operativo utilizas también es decidir qué modelo de relación quieres tener con la tecnología y, por lo tanto, con el mundo"
No estamos hablando de tecnología, sino de conciencia social. Decidir qué sistema operativo utilizas también es decidir qué modelo de relación quieres tener con la tecnología y, por lo tanto, con el mundo: uno en el que eres propietario de tu dispositivo o uno en el que dependes de la ficticia vida útil de una bombilla. El software es la puerta de entrada a la información; quien tiene la llave decide qué ves, hasta cuándo lo puedes ver y en qué condiciones. El hardware puede ser sólido y duradero, pero es el software quien manda: el poder no es del hierro, sino de quien controla el calendario.
Las consecuencias las tenéis en el cajón de casa, aquel de los aparatos antiguos: un móvil que aún se enciende, aquella Palm que recordamos con nostalgia, un portátil que solo dejó de tener soporte, una tableta que cambiaste por una mejor. Multiplicad este cajón por los cerca de 6.000 millones de personas conectadas: según la ONU, en un año se generan más de 60 millones de toneladas de residuos electrónicos en el mundo.
La bombilla de Livermore sigue encendida. No es magia: es ingeniería. La obsolescencia programada —de máquinas y personas— no es una ley natural: es una elección. Y como toda elección, puede ser revertida. Podríamos empezar por no cambiar la bombilla si no está fundida.