El arquitecto Walter Gropius y su escuela de arte, diseño y arquitectura Bauhaus nos enseñaron, ya a principios del siglo XX, que antes de que las cosas sean bonitas deben ser funcionales. Aquello de “la forma sigue a la función”.
La frase la acuñó el arquitecto estadounidense Louis Sullivan en 1896 para explicar su filosofía a la hora de diseñar edificios altos. En la Bauhaus, Gropius y toda la pandilla la abanderaron, sentando las bases de un diseño honesto, funcional y desprovisto de ornamentación superflua.
Los objetos, edificios o sistemas deben tener una forma que surja naturalmente de su propósito, y no al revés. Que no hay que hacer una silla bonita si no es cómoda para sentarse. Que una casa no debería imitar un palacio veneciano si lo que hay que hacer es protegerse del frío alemán. Que el diseño debe ser útil, claro y eficiente, y que la belleza, si ha de venir, que venga como consecuencia de esta funcionalidad bien resuelta.
Es un principio que, más allá de la arquitectura o el diseño industrial, se ha aplicado a la tecnología y a la comunicación del siglo XX y XXI: del iPhone a las interfaces de software, pasando por la tipografía suiza. Lo encontramos en los diseños de Dieter Rams para Braun, que inspiraron los de Apple, o en los de Gabriel Lluelles, diseñador del Minipimer entre otros, para Taurus.
En el terreno de la web, uno de sus máximos proponentes ha sido Donald Norman, un ingeniero, psicólogo y diseñador estadounidense, figura clave en la forma en que entendemos hoy la relación entre humanos y objetos. Autor del ya clásico The Design of Everyday Things, Norman defendió que los buenos diseños son aquellos que “hablan” con el usuario, que hacen evidentes sus funciones y que no requieren manuales de instrucciones interminables ni patrones oscuros. Piensa en una tetera.
"Los objetos, edificios o sistemas deben tener una forma que surja naturalmente de su propósito, y no al revés"
En el ámbito de la web y las interfaces digitales, su influencia ha sido fundamental: botones que parecen botones, menús intuitivos, jerarquías visuales claras… todo ello en línea con la máxima de “la forma sigue a la función” adaptada al entorno digital. Para Norman, un buen diseño no es solamente funcional, sino también emocionalmente gratificante. Y aquí da un paso más allá respecto a los principios modernistas de la Bauhaus: no basta con que funcione bien, debe hacernos sentir bien.
Cuando un sitio web nos desorienta, una aplicación nos parece demasiado complicada o una impresora pone a prueba nuestra paciencia, demasiado a menudo nos atribuimos la culpa. Lo que falla no es nuestra capacidad como usuarios, sino el diseño. Norman nos recuerda que la responsabilidad última no es de quien utiliza el objeto, sino de quien lo ha pensado y diseñado mal. Un ejemplo claro es el del secador de manos que no funciona con personas negras; es obvio que la culpa no es del usuario.
Norman ha sido considerado a menudo un estajanovista por llevar la causa de la usabilidad hasta la última consecuencia: todo debe ser comprensible, accesible y eficiente. Y si no lo es, es un mal diseño. No hay excusas, ni genio creativo, ni estética sofisticada que se puedan justificar si el usuario no entiende qué debe hacer.
"Para Norman, todo debe ser comprensible, accesible y eficiente. Y si no lo es, es un mal diseño"
Es por eso que Norman sorprendió a todo el mundo en 2005 con la publicación de su libro Emotional Design: Why We Love (or Hate) Everyday Things. La tesis del libro es aparentemente contradictoria con todo lo que nos había enseñado: los objetos bien diseñados funcionan mejor.
Norman, el gran apóstol de la racionalidad en el diseño, ¿abjuraba de sus creencias más profundas? Muchos lo leyeron así: se había hecho mayor y recogía cable, pero en realidad era mucho más profundo.
La tesis central de Emotional Design es que los objetos nos gustan —o nos desagradan— no solo porque funcionan bien, sino porque nos hacen sentir bien. Una tostadora puede ser eficiente e intuitiva, pero si es fea quizás no la queremos tener en la cocina. En cambio, un objeto imperfecto, pero amable, divertido o evocador puede generar una relación emocional que hace que lo percibamos como más “usable” en la práctica.
La conclusión incómoda es que somos mucho más tolerantes con los objetos que nos gustan —y aún más si nos han costado un dineral. El diseño emocional funciona como una especie de antídoto contra las carencias funcionales: si un aparato nos hace sentir sofisticados, ricos, guapos o James Bond, le perdonamos los errores, las incongruencias e incluso la mala usabilidad.
Esto explica por qué, a pesar de todo, los propietarios de un coche Tesla están contentísimos. A pesar de saber que la empresa defrauda con sus campañas, que su dinero sirve para apoyar conspiraciones que fomenta su propietario y que su sistema de pantalla única está mal diseñado y conlleva riesgos para la conducción. Este mal diseño de la interfaz sale en las estadísticas de siniestralidad: Tesla vuelve a tener por segundo año consecutivo la tasa más alta de accidentes por cada 1.000 conductores, este año del 26,67, casi 4 puntos más que el año anterior.
Quim, no te compres nunca un Tesla.