El 9 de septiembre celebramos el Día Mundial de la Agricultura. Una fecha que, a priori, debería servir para reconocer la importancia de quien trabaja la tierra y nos alimenta. Pero, ¿nos hemos parado a pensar cómo lo vive realmente el campesinado de hoy?
Cuando pensamos en los agricultores a muchos aún nos viene a la cabeza el recuerdo del 6 de febrero de 2024, cuando tractores y campesinos llegaron a Barcelona. El recibimiento ciudadano al pisar la capital les sorprendió: ánimos, apoyo, agua y comida. Hasta aquí parecía normal, pero cuando bajaban del tractor, los ciudadanos se acercaban y les decían “mis abuelos también trabajaban la tierra, pero nosotros emigramos a ciudad”, “¿qué podemos hacer desde aquí para ayudaros?”; la emoción se palpaba en el ambiente. No están acostumbrados. Esta generación de campesinos probablemente nunca había sentido este calor y, por primera vez pareció que había un rayo de esperanza en la conexión rota entre ciudad y mundo rural, que se empezó a desgarrar con la industrialización.
A lo largo de los meses la emoción se fue diluyendo y la sensación general actual es que sólo recordamos el sector primario cuando llega la desgracia: la covid-19 y la falta de alimentos, los incendios forestales, la sequía, la guerra de Ucrania, los aranceles... Y mientras tanto, el resto del año, invisibilizados.
Una imagen reciente de un incendio lo ilustraba perfectamente: todo un paisaje quemado excepto un campo de olivos bien trabajado. En las redes fue el símbolo de que la gestión de la tierra funciona, pero el campesinado denunciaba que a menudo encuentra más trabas que ayudas. Comentan que el problema no es lo que dice la ley, sino cómo se aplica. La Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de montes, más conocida como la Ley de Montes obliga a conservar y gestionar el bosque, pero después llegan las normativas autonómicas, los espacios protegidos (ZEPA...), la burocracia eterna y el miedo a las sanciones. ¿El resultado? Se les exige mantener el medio natural limpio, pero se les impide hacerlo sin pasar por todos estos obstáculos. Una trampa legal que aparta del territorio a aquellos que siempre han sido los gestores naturales.

"La apuesta del Govern es el paisaje mosaico que combina espacios abiertos y zonas agrícolas con el bosque", afirmaba el presidente, Salvador Illa, después de los incendios de Torrefeta y Florejacs. Pero las herramientas para hacerlo realidad no están, o no llegan. Los campesinos lo tienen claro: en septiembre nadie se acordará, y la gestión del territorio, que debe hacerse durante el invierno, recaerá sólo en lo que ellos puedan hacer, sin apoyos.
El sector primario, como tantos otros, vive sometido a la presión del “más grande”. Pero esta concentración de propiedades, en el caso del campesinado no es un simple problema económico. Una explotación agraria no sólo es sembrar, segar y cosechar: es limpiar los arcenes, mantener y reconstruir los márgenes de piedra seca, talar los árboles muertos, hacer zanjas para evitar la erosión... y un largo etcétera donde también se incluye llenar las escuelas rurales, dinamizar las fiestas mayores, sostener negocios locales y hacer comunidad en el bar del pueblo. Actualmente, grandes empresas están comprando, no sólo hectáreas de cultivo, sino explotaciones ganaderas enteras. Cuando el territorio esté en sus manos ninguna de estas funciones, que también desarrolla la explotación agraria, tendrá lugar y este hecho será la condena del territorio al abandono y a perder una cultura de gestión que, si se rompe del todo, no se podrá recuperar.
"Quizás este 9 de septiembre es un buen momento para dejar de mirar al campesinado sólo en tiempo de catástrofe y empezar a verla como lo que es: el corazón que mantiene vivo el territorio, el paisaje y pone el plato en nuestra mesa"
Uno de los lemas de la revuelta campesina lo resumía con crudeza: “Nuestro fin, vuestra hambre”. Y hay que entenderlo en toda su profundidad: “Vuestra” somos nosotros, toda la sociedad. El futuro del campo nos afecta directamente y, como siempre, vamos tarde. Quizás este 9 de septiembre es un buen momento para dejar de mirar al campesinado sólo en tiempo de catástrofe y empezar a verla como lo que es: el corazón que mantiene vivo el territorio, el paisaje y pone el plato en nuestra mesa.