Recuerdo los veranos de mi infancia. Me levantaba temprano, caminaba de puntillas, y cerraba todas las puertas con un cuidado quirúrgico para que no me oyeran. Cuando lo tenía todo preparado, ponía el volumen de la tele al mínimo y me sentaba muy cerca, con la nariz casi pegada a la pantalla. Era la manera de poder ver algo en la tele antes de que se levantaran mis padres y me obligaran a desayunar, hacer deberes e ir a la playa. Cuando se levantaban era el momento de apagar la tele y hacer ver que no había pasado nada.
Era un ritual clandestino, pero tenía una norma que la marcaban las parrillas de los 90: tenías que ver lo que había en los 6 canales que había. Punto. Si eran las 7 horas de la mañana y yo quería ver Salvados por la campana que empezaba a las 11 horas, aquel día quizás no vería ningún capítulo.
Mi generación creció con un actor omnipresente: el programador de la parrilla de televisión. Me imaginaba un señor en un despacho que decidía lo que le venía de gusto. Él elegía qué se vería, a qué hora, y si le salía a cuenta comprar la siguiente temporada o mataba la serie después de unos cuantos capítulos.
Un día llegó el gran cambio: las plataformas digitales. YouTube, Netflix, Filmin… Aquí parecía que el poder cambiaba de manos: ahora éramos nosotros los que elegíamos qué vemos. Pero la elección venía con trampa. Sí, podías mirar lo que querías, cuando querías… pero dentro del catálogo que había disponible. Y quien te guiaba dentro de este catálogo no era un programador de tele, sino el mismo señor del despacho de antes supervitaminado con un algoritmo.
"Mi generación creció con un actor omnipresente: el programador de la parrilla de televisión"
El salto más grande, sin embargo, no fue solo tecnológico. Fue cultural. Antes vivíamos en un ecosistema simple: pocas cadenas, horarios concretos, opciones limitadas. Esta escasez nos educaba la paciencia y nos obligaba a compartir experiencias comunes. Un poco de resignación también va bien de vez en cuando.
Y llegamos al día de hoy, donde el paradigma no es una piscina de contenido, sino que el océano es infinito. El señor del despacho está haciendo la cola en el Servicio de Empleo, y el poder lo tienen todos los creadores de contenidos, los que programan los algoritmos de las plataformas de acuerdo con tus hábitos, y las herramientas de IA generativa con ganas caníbales de monetizar. Un catálogo infinito donde podemos pedirle a VEO3 un perro que baila flamenco, o una avalancha de vídeos de todos los idiomas.
Tenemos una oferta que no se acaba nunca. Y cuando todo es infinito, lo que se vuelve escaso es nuestra atención, creatividad y paciencia. Ya no es el programador ni siquiera el algoritmo quien decide, sino nuestra capacidad de resistir ante la tentación del siguiente play. El algoritmo manda, pero el buscador aún funciona, y la IA crea lo que tú le pidas al momento.
"El algoritmo manda, pero el buscador aún funciona, y la IA crea lo que tú le pidas al momento"
Durante años, el consumo audiovisual también ha marcado rituales sociales. Antes había estrenos que reunían familias enteras frente al televisor. Se podía hablar del mismo episodio en la escuela, porque todos lo habíamos visto. Y cuando el Super3 sacaba una canción, no había nadie que no la hubiera oído la misma semana de la salida.
Ahora, en cambio, la cultura compartida se ha fragmentado. Un hermano ríe con un gato sobre una roomba, el otro con un gamer de ultraderecha que vive en Andorra, y el tercero con auriculares y vídeos de ASMR de gente comiendo con la boca abierta. ¿Qué memoria colectiva y cultural nos queda? El drama es que no hay Clubifaximàtic que nos una: cada uno vive en su burbuja de algoritmos, con referentes tan específicos que no tienen traducción generacional ni comunitaria.
Los más jóvenes, los que han nacido con TikTok y la IA, ya no quieren “una peli de aventuras” o “una serie de dibujos”. Ellos quieren un vídeo concretísimo: “una excavadora azul derribando la Sagrada Familia”. Y el algoritmo, obediente e insaciable, se lo sirve en bandeja al momento.
El problema, aparte de la impaciencia, es la imaginación.
"Si la máquina ya te da exactamente lo que pides, ¿qué pasa con la capacidad de soñar aquello que aún no has imaginado nunca?"
Si la máquina ya te da exactamente lo que pides, ¿qué pasa con la capacidad de soñar aquello que aún no has imaginado nunca? La máquina es una sirvienta perfecta… pero también puede convertirse en una garrapata que nos roba las ganas de soñar. Si no he visto nunca el mar, ¿cómo sabré que quiero ver las olas?
Los primeros éramos espectadores obedientes. Los segundos, consumidores exigentes. Los terceros, directores impacientes. Y ya sabemos qué pasa cuando alguien lo tiene todo: se aburre, se encierra en su mundo y acaba perdiendo el sentido común.
Quizás el verdadero reto no es si la tele la hace un programador o un algoritmo, sino si nosotros seremos capaces de recuperar lo que la tecnología nos puede llegar a quitar: la paciencia, la atención, y aquella memoria colectiva que nos hacía sentir parte de una misma historia.