Politóloga y filósofa

Un vermut sin aceituna: el sabor amargo de la autocensura internalizada

22 de Octubre de 2025
Arianda Romans | VIA Empresa

¡Y yo siempre me quedaba con el vermut sin aceituna!, grita la madre (Emma Vilarasau) a su familia, en una escena de la película La Casa en Llamas, dirigida por Dani de la Orden. La película, que representa la versión de una familia burguesa catalana estándar al borde de un ataque de nervios, muestra uno de los temas que hace días que me rondan por la cabeza: si una cosa ha permitido a la cultura patriarcal reproducirse durante tanto tiempo en nuestras vidas es la complicidad femenina.

 

Es decir, que en lugar de ceder las opresiones completamente a las manos de los hombres, el patriarcado ha conseguido que las mismas mujeres sean las guardianas y las vigilantes de una serie de expectativas sociales y culturales que pasan de generación en generación. Y esto no se debe a ninguna maldad, ni tampoco a ninguna conspiración, sino a una serie de estereotipos y creencias que refuerzan todo aquello que el patriarcado defiende de manera casi imperceptible. ¿Por qué, por ejemplo, en una reunión familiar, los hombres siempre hacen la barbacoa y las mujeres los entrantes? ¿Por qué los hombres siempre siegan el césped y las mujeres ponen lavadoras y lavan los platos? ¿Por qué, en los encuentros de amigos, es habitual que ellos sigan conversando mientras ellas ya recogen? ¿Por qué cuando hay invitados es la madre quien piensa el menú y el padre quien hace “el plato estrella”? ¿Por qué en las vacaciones familiares los hombres conducen y las mujeres hacen las maletas?

"El patriarcado ha conseguido que las mismas mujeres sean las guardianas y las vigilantes de una serie de expectativas sociales y culturales que pasan de generación en generación"

Pero en lugar de ver las inconsistencias, a menudo atribuimos a la casualidad lo que se repite de manera silenciosa. “Oye, Josep Maria también friega los platos, de vez en cuando”, o “es que las mujeres no saben segar el césped” o “ya se sabe, que en cosas de niños, las madres tienen más mano izquierda”. Por muy feministas que seamos, todas seguimos arraigadas a alguna de estas versiones imperceptibles de machismos arraigados a nuestra cultura. A pesar de todo, cuando muchas oímos “¡Y yo siempre me quedaba con el vermut sin aceituna!”, nos viene a la cabeza una mujer de la familia, a quien nunca le importaba hacer este pequeño sacrificio y quedarse con el vermut sin aceituna, el trozo más pequeño de carne, o sin repetir tapa. Porque la idea del sacrificio es una de las que se ha alabado en las mujeres desde tiempos que no podemos recordar. Y es justamente esta idea del sacrificio como valor en sí lo que más adelante hace que se produzca un fenómeno que se conoce como “autocensura internalizada”.

 

Estos pequeños actos, irrisorios y que muchas veces podemos considerar que no afectan a nuestra manera de ser son justamente los que acaban haciendo más daño: pequeñas confirmaciones constantes que erosionan la manera en que las mujeres se perciben a sí mismas, hasta el punto de que cuesta verse como seres capaces, con autoridad y merecedoras de lo que quieren. Así,

A las mujeres nos cuesta mucho más tomarnos en serio.
A las mujeres nos cuesta mucho más considerar que nuestro trabajo es importante.
A las mujeres nos cuesta mucho más ser percibidas como líderes o decisoras. 

A las mujeres nos cuesta mucho más asumir que tenemos el mismo derecho que un hombre a un ascenso, o a ocupar un puesto igual o superior al suyo.
A los hombres, en cambio, en general, no les cuesta tanto pensar que son cojonudos.

A las mujeres, explícitamente o de manera sutil, se nos ha hecho creer que nuestro valor dependía de ser complacientes, simpáticas, serviciales y agradables, y no inteligentes, perseverantes, valientes o luchadoras. Y esto viaja y ha viajado más allá de la educación que hayamos recibido en casa, porque se traslada socialmente de generación en generación, convirtiéndose en una lacra muy bien arraigada y, por lo tanto, muy difícil de combatir. Por ejemplo, como sale en la película, la madre ha aprendido que los hijos le devolverían con amor todos los sacrificios cotidianos. Ha crecido con la idea de que el sacrificio la llevaría a la felicidad, y ahora, de mayor, ve que no solo no ha sido así, sino que aquel amor incondicional que pensaba que recibiría tampoco ha llegado.

"Nadie te dará un premio por quedarte el vermut sin aceituna, ni por haber pensado que no estabas tan bien preparada para optar a aquel ascenso, ni por dejarte pisar con una sonrisa por tus compañeros de trabajo"

Nadie te dará un premio por quedarte el vermut sin aceituna, ni por haber pensado que no estabas tan bien preparada para optar a aquel ascenso, ni por dejarte pisar con una sonrisa por tus compañeros de trabajo. Tampoco han dado nunca ninguna recompensa a la más simpática de la oficina ni a la que siempre decía que sí a todo por miedo a ser percibida como poco comprometida. Tampoco hay premio para la que recogía la mesa cuando todo el mundo ya se había ido, ni para la que vaciaba el lavavajillas por los compañeros de piso que no se fijaban o que ya sabían que, tarde o temprano, lo haría alguien más. Todas estas cosas, estos pequeños sacrificios, los hacemos sin que nadie nos obligue, pero esperamos que haya una recompensa que, siento ser yo la que lo anticipe, pero no llegará nunca. Lo más triste es que tenemos la certeza, nosotras mismas y sin la ayuda de nadie, de que nuestras cosas siempre son secundarias y pueden esperar. Y eso hace que, después, comprendamos que el vermut sin aceituna es, en realidad, el nuestro. Sin que haga falta que nadie en la mesa nos lo diga, ni siquiera lo piense.

¿Cómo podemos salir de esta autocensura interiorizada? ¿Tenemos que aprender a ser más bordes? ¿O quizás no se trata tanto de sacar el codo como de dejar de pedir permiso para existir? Quizás es empezar por decir “esto es mío” sin excusas. Quizás es dejar el plato sucio sobre la mesa o reclamar la aceituna del vermut. Quizás es no esperar más a que alguien nos reconozca como válidas. Y esto pasa, necesariamente, por un proceso de tomarnos mucho más en serio a nosotras mismas.