¿Todo esto quién lo paga? De patinetes y centrales nucleares

La mejor lección de economía de mi vida me la hizo el profesor Sala i Martín en los pasillos de Davos. "La economía es la ciencia de la felicidad", me dijo. "La mayoría de las cosas que nos hacen felices cuestan dinero o requieren tiempo. Los economistas estudiamos las maneras en que la gente llega a la felicidad".

He pensado en ello este mes de julio que he podido hacer un viaje en tren por Europa donde no me importaba demasiado ni el día de llegada, ni el día de salida, ni el tiempo del viaje. Ver paisaje y pasajeros cambiar a ritmo de ferrocarril recorriendo diferentes países en diez días es mucho más gratificante que aparecer en la otra punta de mundo despurés de diez horas y de haber visto una serie entera en Netflix. El tren es todavía aquel medio de siglo XIX que hizo el mundo más pequeño conectando personas, ciudades y países. Era el internet de antes, un internet que hoy es de ancho de vía europeo y de alta velocidad.

"La killer app de viajar en tren es distraerse mirando por la ventana"

Confieso que en estos viajes leo poco y miro todavía menos el móvil; la "killer app" de viajar en tren es distraerse mirando por la ventana (la de viajar en avión tendría que ser la misma). "Badar, senyors, badar", que diría Capri, que parece que últimamente hayamos perdido la costumbre. Los momentos en los que no lo he hecho ha sido para usar el móvil para planificar la siguiente etapa del trayecto. Entonces, el internet del s. XXI —que corre por encima del del XIX, los trenes tienen WiFi— me hacía posible la investigación de lugares para estar, para visitar y la de horarios y precios de trenes para llegar. Incluso he llegado a utilizar los servicios de ChatGPT para planificar la estancia: "dime qué tengo que ver en Bruselas si solo tengo dos días contando que quiero ir al museo de la Bande Desinée. Organízame el recorrido para poderlo hacer a pie y déjame una hora de tiempo para la siesta. Evita zonas demasiado concurridas por patinetes eléctricos". Y sí, me lo resolvía. Sin utilizar la tecnología del siglo XXI me habría sido imposible viajar como en el siglo XIX.

Si los últimos cinco años habéis ido por alguna de las capitales europeas que no sean Barcelona os habréis dado cuenta al poner el pie en la calle que hay un nuevo medio de transporte que ha invadido aceras, aparcamientos, parques y jardines. Me refiero al patinete eléctrico compartido. Bendición para algunos porque garantiza una movilidad de última milla eficiente, limpia y cómoda, y tortura para los otros que tienen que compartir aceras con incívicos que se les echan encima. El patinete es aquel juguete del siglo XX que pasado por el capitalismo de datos del XXI se ha convertido en medio de transporte eco-friendly en las grandes ciudades. Según McKinsey & Group la expansión que este medio ha registrado desde 2017 lo ha llevado a realizar más de 350 millones de desplazamientos en el mundo (datos de 2022). Las aproximaciones públicas a la regulación del fenómeno son diversas: Barcelona, Sydney o Toronto están prohibidos; en Washington, Los Angeles y Madrid hay una regulación blanda (normativa y limitación de operadores); a Berlin, Tokyo y México DF hay una normativa pero no limitación de operadores; y el modelo desregulado total, el del sudeste asiático, África e India.

"El patinete es aquel juguete del siglo XX que pasado por el capitalismo de datos del XXI se ha convertido en un medio de transporte eco-friendly en las grandes ciudades"

Y todo esto —tren, patinete e IA— ¿quién lo paga?, que diría Pla. Bien, no hay que ser ningún premio Nobel para ver que, como siempre, lo pagamos usted y yo, y si usted es de algún país de renta baja (los que antes los expertos en felicidad decían "en vías de desarrollo" y antes todavía, "del tercer mundo") algo más. Me explico. Está claro que el placer de viajar en tren lo tuve que pagar de mi bolsillo. El profesor Sala i Martín tenía razón con aquello de la felicidad. Esto ya lo tenemos. El caso de los patinetes también está claro. Si usted utiliza el servicio se tiene que bajar una aplicación que le dirá dónde puede encontrar uno libre, lo podrá coger y dejarlo donde quiera. Este servicio tiene un precio donde intervienen distancia, barrio, disponibilidad, precio de la energía, amortización de los equipos, etc. Hasta aquí bien.

Lo que quizás no está tan claro es que si usted no es usuario del sistema también lo paga, concretamente con el abuso que las empresas propietarias hacen del espacio público en beneficio propio. Es una situación similar a la de Amazon cuando ocupa las calles con sus furgonetas de repartidores. ¿Se ha encontrado nunca parado en una calle estrecha o con un carril de una arteria de la ciudad cortado por culpa de una o más furgonetas de reparto? Pues multiplíquelo por todo el resto de conductores y por cada día del año y obtendrá un coste que el Sr. Bezos convierte en beneficio. El ejemplo de Amazon es más visual, pero las empresas de patinetes compartidos hacen exactamente igual: la privatización del espacio público para convertirlo en tiempo privado, un tiempo que pagamos usted y yo.

Vamos ahora a la tercera cosa que nos hace felices: la IA. El efecto mágico que nos produce la IA cuando nos genera un texto al estilo de Mercè Rodoreda, un chiste al estilo de Eugenio o un Koala vestido de astronauta haciendo un mate de baloncesto tampoco es de franco. Entrenar una red neuronal con miles de millones de parámetros solo está al alcance de las grandes multinacionales tecnológicas y cuesta centenares de millones de dólares (no lo probéis en casa). Los recursos computacionales —término arcano que designa consumo energético y huella de carbono— son astronómicos. Por otro lado, para evitar que los sistemas de chat basados en IA generativa digan el mínimo de barbaridades posibles, estas grandes empresas contratan ejércitos de revisores —anotadores— que validan que lo que sus chats inteligentes generan sean legales y no violen el código ético de la empresa. Al final de todo, detrás de nuestras interacciones con la inteligencia artificial hay inteligencia natural que vela para que los resultados sean lo máximo satisfactorios. Pasa con ChatGPT de OpenAI, con el Bing de Microsoft, con el Bard de Google y con el último en llegar, el Claude de Anthropic. Para que en el primer mundo la IA sea indistingible de la magia, en el tercero, en países como Nigeria, Malasia, Nepal o la India, ha de haber personas que la hagan posible.

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Que la IA necesita muchos recursos —energía— no es nuevo. O al menos no es nuevo para Sam Altman, uno de los fundadores de OpenAI. El joven multimillonario es inversor y presidente de Oklo desde 2015, una empresa que se dedica a hacer reactores nucleares que, según afirma, son más pequeñas y más eficientes que los tradicionales. Según Altman, su empresa puede ayudar a conseguir la energía barata que hace falta para el buen funcionamiento y desarrollo de la IA los próximos años. Esto incluye la energía que hace falta para los centros de datos.

¿Sabéis aquello que dos noticias juntas se entienden mejor? Pues sabiendo que esta semana Oklo ha salido a bolsa se entiende mejor su discurso apocalíptico, discurso que le ha permitido hacer la tournée de todas las cancillerías del mundo. Al final las centrales nucleares de bolsillo irán a parar en estados con economías precarias o a países de renta baja (los que antes los expertos en felicidad decían "en vías de desarrollo" y antes todavía, "del tercer mundo").

Aquello que decíamos, lo pagaremos usted y yo, y si usted es de un país de renta baja, algo más.

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