Las cenas de Navidad son una experiencia única. Para algunas personas, su peor pesadilla; para otras, la mejor fiesta del año. Para algunos, son el recordatorio de que tus compañeros de trabajo pueden acabar siendo amigos; para otros, que los compañeros de trabajo no son como los amigos, y que no puedes hacer con ellos las mismas cosas que harías en tu tiempo libre. En cualquier caso, son toda una experiencia sociológica y antropológica. Y a mí, a pesar de las contradicciones, me gustan mucho.
Una de las cosas que más me gusta de este tipo de evento es que, más allá de las personalidades habituales de tus compañeros de trabajo, todo el mundo adquiere un rol, un personaje, durante estas cenas. Quizá el compañero tímido en el trabajo se convierte en el más desenfrenado en la pista de baile, o quizá la compañera extrovertida se vuelve tímida ante la presencia de las jefas. En mi trabajo, la cena de Navidad es tranquila, bonita y agradable: un momento para decir algo más que un simple “eeei” en el pasillo, de camino de una reunión a otra. Creo que, aunque a veces pueden hacerse pesadas, es importante tenerlas, y son una de las tradiciones que vale la pena conservar. Además, siempre te llegan novedades o cotilleos que sería una lástima perder por el hecho de no haber ido