La oscuridad de los inviernos se hace cuesta arriba para todos. La vida se atasca, las tareas se agrandan y las responsabilidades parecen una montaña. No es fácil, vivir, cuando el clima se vuelve oscuro, húmedo y frío. Cuando llegan estas temperaturas tan bajas, tan bajas que hasta me gustaría envolverme la nariz con una bufanda, pienso en cómo debía ser la vida hace siglos, con este mismo frío. ¿Cómo se las arreglaban los marineros de los barcos del Norte que se adentraban en el mar helado, cómo podían criar niños cuando hasta los dientes se helaban?
Dicen que el clima tiene una relación profunda con la manera en que se forjan los caracteres, y creo que solo basta conocer a un ruso y una dominicana para comprender cómo los climas modelan nuestras personalidades o maneras de entender la vida. El clima nos atraviesa, y sus experiencias nos transforman. Antes de llegar a Holanda era incapaz de imaginar una tarde entera sin hacer nada. Ahora no es que haya cambiado demasiado, pero sí valoro mucho más tener un rato para mí misma en la habitación: una hora o dos para leer, descansar, escuchar música o, sencillamente, ver una película haciendo piecitos. Si en Barcelona o en Girona habría buscado algo que hacer fuera, aquí me gusta quedarme dentro. Ya no tanto como refugio, sino como un estado. Quizás, al fin y al cabo, el frío solo es un recordatorio de lo interdependientes que somos, de todas las cosas que nos rodean