Este año he viajado mucho. Demasiado, si soy franca. Todo ha sido por una combinación de vivir fuera y querer ver a la familia, de compromisos laborales en Barcelona, y viajes por trabajo. También ha habido viajes híbridos, que han sido mitad por placer, mitad por razones laborales. A pesar de estar muy agradecida de poder dar todas estas vueltas, y siendo consciente del privilegio que esto supone, no hay viaje que no haya cogido con un remordimiento de conciencia climática. Las emisiones de un vuelo comercial se cargan absolutamente mi uso de la bicicleta para casi todo donde puedo ir, que no necesite el tren, mi trabajo académico para mejorar la conciencia y el conocimiento sobre nuestro clima o cualquiera de las manifestaciones, propuestas políticas o grupos en los que participo. Todos se marchan volando por el motor del combustible.
La consciencia de la contaminación que supone subir a un avión hace que cada vez que coges uno te plantees si realmente lo necesitabas, aquel viaje. La respuesta es complicada, porque si nos ponemos quisquillosos podemos decir que todos son necesarios o que, en realidad, ninguno lo es. Tan pronto podríamos decir que tenemos que viajar menos como justificar que nos movemos por motivos emocionales, para ver a la familia, por oportunidades laborales. A todos podríamos decir que no y a todos deberíamos decir que sí. Pero aquí el argumento moral de si responsabilidad individual o colectiva, de si hay unas razones más importantes para generar un alto grado de emisiones o no, si mientras existen los jets privados no hace falta que nos comamos la cabeza, si debemos renunciar a conocer el mundo solo para evitar continuar contaminándolo como nuestra especie ha hecho durante muchos años. No es fácil, tomar este tipo de decisiones, y menos aún cuando vives en otro país y trabajas en el sector internacional. Por eso, ante la culpa y los remordimientos de conciencia climática, lo que nos hace falta es más filosofía moral.