En estos últimos meses, uno ha tenido que decidir entre permanecer feliz o estar informado de las noticias del mundo. Entre saber cuáles son todos los desastres, conflictos y avances narrativos de las grandes potencias geopolíticas, o mantener un rayo de esperanza en la humanidad. Lo que viene de dentro y fuera de casa es desolador, y no es extraño que, ante este escenario, las generaciones más jóvenes lo vivan de manera más pesimista.
En cuestión de pocos años, tener un techo y un trabajo ha pasado de ser una expectativa realista a un lujo que muchos jóvenes ni siquiera pueden imaginar. En todo el mundo, masacres y miedos, guerras y llantos llenan las portadas de los periódicos día tras día, sin demasiado éxito resolutivo. Nos sentimos fatal por lo que pasa en todo el mundo, pero la impotencia y la frustración nos arrastran a marchas forzadas. Algunas protestan; otras se han resignado completamente a entender que viven en un mundo que siempre permanecerá injusto. Ante esta coyuntura, parece que ser feliz (o, como mínimo, aspirar a la felicidad), es una alucinación de unos pocos entusiastas que persisten en darse de cabeza contra la pared una vez más. El parecido con tiempos pasados también asusta a algunos sectores, y es normal que muchos nos preguntemos: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?