
En muchas conversaciones y discusiones políticas diarias, a menudo se dice que el Estado debería ahorrar como una familia. Esta frase, aparentemente lógica, sugiere que el gobierno debería gestionar sus finanzas con la misma lógica que un hogar, es decir, no gastando más de lo que gana y evitando una deuda excesiva. Pero, ¿es realmente así como funciona la economía pública? ¿Se puede aplicar esta analogía al funcionamiento del Estado? La respuesta, desde la teoría económica y la experiencia cercana, es mucho más compleja.
La comparación parte de una simple intuición. De la misma manera que una familia responsable no puede gastar más allá de sus medios, se supone que el Estado debe demostrar disciplina fiscal. Sin embargo, cuando se analizan las funciones y los instrumentos de un Estado moderno, emergen diferencias profundas respecto a la economía doméstica. A diferencia de una familia, el Estado no solo gasta y gana, sino que también influye en el comportamiento de la economía en su conjunto.
Cuando aumenta el gasto público, este dinero entra en circulación, crea actividad económica, estimula el empleo y, al mismo tiempo, aumenta la recaudación de impuestos. Una familia, aunque gaste mucho, no produce este efecto multiplicador. De hecho, el gasto público es el motor de la demanda agregada. Por ejemplo, cuando el estado construye una carretera, además de crear puestos de trabajo directos, también estimula la actividad de las empresas de construcción, proveedoras de materiales, transporte, etc.
Adicionalmente, el Estado tiene el poder de endeudarse a largo plazo sin tener que devolver toda su deuda, siempre que el tamaño de la economía crezca proporcionalmente. Muchos países han vivido con altos niveles de deuda durante décadas sin llegar al punto de equilibrio. También pueden recaudar más impuestos si lo consideran necesario, una herramienta que está fuera de la competencia de cualquier hogar.
El Estado dispone de herramientas de política fiscal que le permiten, por ejemplo, aumentar los ingresos mediante impuestos directos o indirectos o reducir temporalmente ciertos gastos, dando prioridad a otros gastos con un resultado social o económico mayor.
Cuando el Estado construye una carretera, no solo crea puestos de trabajo directos; también estimula la actividad de empresas de construcción, proveedoras de materiales, transporte...
Además, el Estado puede emitir moneda si controla su soberanía monetaria. Esto significa que puede crear dinero para financiar parte del gasto, con los riesgos que esto conlleva. Aunque en el caso de España este poder está limitado por su pertenencia a la eurozona, el apoyo del Banco Central Europeo (BCE) se ha visto como esencial en momentos de tensión.
Durante la crisis financiera de 2008, España pasó de disfrutar de superávit a tener uno de los déficits más grandes de Europa. En lugar de aumentar el gasto para apoyar a la economía, se optó por recortes y aumentos de impuestos. El resultado fue una recesión más profunda, un desempleo más elevado y, paradójicamente, una deuda pública más elevada. El ajuste agravó el problema, principalmente porque, cuando se hacían recortes en medio de una crisis, la actividad económica disminuía y con ella los ingresos públicos.
En cambio, durante la pandemia de 2020, se entendió que el Estado debía actuar con contundencia. Se suspendieron las normas fiscales europeas y el gasto público para proteger a las empresas, los trabajadores y las familias aumentó drásticamente. Esta vez, nadie habló de ahorrar como una familia. La intervención pública fue masiva y necesaria. Todos hemos visto el resultado: se evitó un desastre económico mayor y se protegió el tejido productivo.

Estas experiencias demuestran que el Estado debe actuar con flexibilidad. En épocas de prosperidad, es lógico reducir el déficit. Pero en tiempos de crisis, hemos aprendido que se debe hacer lo contrario, es decir, gastar más para evitar un colapso. Este principio de gestión anticíclica lo han defendido muchos economistas a lo largo de los siglos XX y XXI.
Esto no quiere decir que los déficits y las deudas no sean importantes. La deuda pública debe ser sostenible, pero esto no quiere decir que el Estado deba cuadrar sus cuentas cada año como una familia. La clave es tener una perspectiva de ciclo completo, gastando cuando sea necesario y ahorrando cuando sea posible. En España, el Estado consiguió un superávit fiscal y redujo la deuda pública al mínimo antes de 2008. Pero después de la crisis, esta deuda se triplicó. La austeridad posterior no fue suficiente para detener el endeudamiento, ni para reiniciar el crecimiento. La situación financiera solo se calmó cuando intervino el BCE. Esta intervención demostró que cuando el Estado actúa con decisión y tiene apoyo institucional, puede estabilizar la economía sin depender de la lógica de la economía doméstica.
Comparar el Estado con una familia puede conducir a muy malas decisiones, sobre todo en contextos de crisis o desaceleración económica. En primer lugar, debemos entender que, mientras que las familias son agentes económicos individuales con un poder limitado para influir en la economía en su conjunto, el Estado actúa como agente macroeconómico y su intervención puede cambiar significativamente la dirección de la actividad económica nacional.
La clave es tener una perspectiva de ciclo completo, gastando cuando sea necesario y ahorrando cuando sea posible
Cuando las familias experimentan dificultades económicas, como durante una recesión o cuando aumenta el desempleo, reducen el gasto, aplazan las decisiones de consumo y aumentan el ahorro, por si acaso. Este comportamiento, que es lógico en el ámbito individual, tiene consecuencias adicionales peligrosas si se replica de manera generalizada. Por ejemplo, si todos los hogares reducen el consumo conjuntamente, la demanda agregada cae, las empresas venden menos, se destruyen puestos de trabajo y la economía entra en una espiral negativa. Aquí es donde el Estado juega un papel irremplazable. Solo el sector público tiene el poder de aumentar su gasto de manera anticíclica, actuando como amortiguador del ciclo económico y apoyando a la demanda cuando los agentes privados disminuyen.
Además, el gasto estatal no se puede considerar únicamente como una ordinaria, similar a la que gasta una familia para sobrevivir mes tras mes. Una gran parte del gasto público se destina a inversiones estructurales, como infraestructuras, educación, salud, innovación, transición energética y servicios sociales.
Estas inversiones, además de proporcionar servicios inmediatos a los ciudadanos, generan rendimientos económicos y sociales a medio y largo plazo. Una autopista facilita el comercio, una escuela mejora la productividad futura de los trabajadores, una sanidad pública eficaz reduce los costes futuros en forma de enfermedades crónicas o pérdida de capital humano. Si se gestionan bien, estos son gastos que generan más riqueza en el futuro.
El Estado es responsable de garantizar el bienestar colectivo; las familias no pueden garantizarlo solas
A diferencia de la lógica del hogar, el Estado también tiene la responsabilidad de garantizar el bienestar colectivo y las familias no pueden asegurarlo por sí solas. Por ejemplo, proteger a los vulnerables, redistribuir la renta, garantizar la igualdad de oportunidades son objetivos que forman parte del mandato democrático del Estado. Por lo tanto, su gasto no se puede evaluar a través de la lógica del "qué se gana y qué se gasta" aplicada por un hogar. Además, cuando se invierte en cohesión social y se evita el aumento de la desigualdad en tiempos de crisis, aparte de proteger a los individuos, se estabiliza toda la economía. Las sociedades son más igualitarias, cohesionadas y resilientes, con menos conflictos sociales y más confianza en las instituciones, lo que tiene un impacto positivo en la inversión privada y el crecimiento económico sostenible.
No se trata de gastar sin moderación. En épocas de crecimiento, hay que utilizarlo para generar superávits, reducir la deuda y prepararse para futuras crisis. Pero pedir ahorro público en una recesión profunda es como pedir a un bombero que ahorre agua mientras la casa está en llamas. La gestión de las finanzas públicas requiere estrategia, análisis y una perspectiva a largo plazo. Es una tarea compleja y no se puede resolver con analogías simples. La idea de que el Estado debería actuar como una casa puede parecer razonable, pero es inherentemente una visión limitada que puede conducir a políticas nocivas.

El papel del Estado, por lo tanto, no es replicar la lógica del hogar, sino compensar sus limitaciones. Si todas las familias hacen recortes juntas, alguien debe satisfacer la demanda. Solo el sector público puede cumplir esta función. Además, el Estado no malgasta dinero, sino que invierte en infraestructuras, educación, sanidad y protección social. Estas inversiones, además de tener un impacto inmediato, generan rendimientos económicos y sociales a medio y largo plazo.
En definitiva, aunque la frase “el estado debe ahorrar como una familia” puede parecer razonable, es una simplificación peligrosa. Si se tomara literalmente, impediría que el estado cumpliera una de sus funciones esenciales, que es estabilizar la economía y proteger a los ciudadanos en momentos de dificultad. La economía pública no es una economía doméstica a gran escala. Es un sistema con sus propias reglas y responsabilidades, que requiere análisis, estrategia y visión a largo plazo. En este contexto, el ahorro no siempre debería ser una prioridad. Como ciudadanos, debemos exigir una gestión pública responsable, pero también eficiente y adaptada al ciclo económico.