
Las experiencias se imponen sobre los productos. Conectan con los deseos más profundos de las personas, las cuales buscan vivir por encima de tener, emocionarse más allá de satisfacer las necesidades. Esta nueva lógica mueve miles de proyectos de las empresas emergentes, retuerce los planes de marketing hasta el paroxismo, permite a los publicistas y a los community managers establecer una relación intensiva diferenciada con los consumidores, y trae de cabeza a los departamentos de innovación de las empresas buscando consolidar la clientela y abrir nuevos mercados.
En 2012, presenté ante ESADE Alumni el Caso LetsBonus conjuntamente con Marc Nieto, responsable entonces de Expansión del grupo, y con el fundador y CEO, Miguel Vicente. El factor fundamental del triunfo de aquella plataforma de experiencias fue el descubrimiento de unos nichos mayoritariamente femeninos que aspiraban a poder disfrutar y regalar a las amigas y familiares determinadas experiencias de masajes, viajes, productos de belleza, etc., inalcanzables para su bolsillo; gracias a la estrategia de los directivos de la compañía los podían adquirir a un precio asequible.
Al redactar el caso, me di cuenta de que el psicólogo estadounidense Abraham Maslow, famoso hasta entonces por dibujar la Pirámide que lleva su nombre en 1943, ponía el acento en las necesidades -básicas, como las fisiológicas, de seguridad, sociales-. Esto era lo que tocaba para toda la segunda mitad del siglo XX, período en el cual esta figura geométrica fue uno de los pilares de los teóricos y prácticos del marketing. Disecciona los estadios de aquellos que ingresaban al estado del bienestar y comenzaban a disfrutar de recursos suficientes para adquirir una vivienda, educación, alimentos, sanidad, transportes, viajes, etc.
A medida que los consumidores superan los distintos escalones de las necesidades identificadas por Maslow, están en condiciones de acceder a las fases superiores. El Caso LetsBonus evidenciaba un entorno muy diferente al de Maslow en tres aspectos. El primero, en el siglo XXI, no es necesario haber satisfecho las necesidades básicas para aspirar a las experiencias. El segundo, los productos dirigidos al área básica deberán venir abrazados por motivos experienciales si quieren triunfar. Y el tercero, las aspiraciones deben ser económicamente asumibles -de aquí a la banalización hay un paso-; de lo contrario no interesarán: gana el low-cost.
El hecho aspiracional es como traspasar el umbral de la realidad a la fantasía, de una película en blanco y negro a color.
Nos pasamos la vida persiguiendo las experiencias. Anhelándolas. Envolviéndolo todo con sus vestiduras, sea un concierto, la lectura de un libro, un viaje, una reunión con amigos, una ruta por la montaña, una copa de cava al aire libre con la luna llena, una visita al devaluado metaverso... u otros hechos elementales.
Si descomponemos estos actos, muchos de ellos forman parte de la vida cotidiana y se dirigen a los aspectos ordinarios del día a día.
El hecho aspiracional es como traspasar el umbral de la realidad a la fantasía, de una película en blanco y negro a color. Pensemos, por ejemplo, en los nómadas digitales. Convierten su vida cotidiana en una ficción itinerante de un lugar a otro, primer mundo y mucho más allá. Trabajan en línea con toda la autonomía de hacerlo desde la cama o la playa; mezclan funciones de trabajo y ocio; tienen la sensación de máxima libertad ordenando el día como quieren; gastan poco y viven como reyes.

La película La Ventana Indiscreta dirigida por Alfred Hitchcock en 1954 relata la visión de lo que pasa alrededor del pequeño apartamento del fotógrafo Jeff Jefferies (Jack Stewart), el cual se ha roto la pierna y no puede salir. Está encerrado dentro de las cuatro paredes, apenas dispone de perspectiva, pero todo le es transparente, la realidad y la ficción.
Hay un movimiento de translación de las funcionalidades a las significaciones. Por esta causa, se imponen en el lenguaje diario palabras como la tematización, la historia, la vivencia, la espiritualidad, la cooperación o la tarea social, la autenticidad, la libertad, el bienestar emocional, la conexión social a través de las redes, la personalización y el mismo teletrabajo. Si no hay relato, nada incita a la compra.
La sociedad aspiracional
El indio Arjun Appadurai, profesor en la Universidad de Chicago, en el libro La vida social de las cosas: Perspectiva cultural de las mercancías (Grijalbo, 1986), tilda los objetos no como simples productos naturales sino como portadores de historias, relaciones y significados. Pine y Gilmore (The Experience Economy, HBR, 2011) colocan la experiencia en el centro de la economía contemporánea; deja de ser un añadido, dicen los autores, para convertirla en el quid de la cuestión. El consumidor quiere tirar de un hilo, de una historia, emocionarse, recordar, explicar, transformarse; ya no le basta con comprar un producto. Muy similar, el profesor francés de la universidad de Grenoble, Gilles Lipovetsky, en La era del vacío (Anagrama, 2000) afirma que las marcas no venden productos sino estilos de vida.
El consumidor quiere tirar de un hilo, de una historia, emocionarse, recordar, explicar, transformarse; ya no le basta con comprar un producto
En el libro The Age of Access: The New Culture of Hypercapitalism, where All of Life is a Paid-for Experience (Tarcher/Putnam, 2000), Jeremy Rifkin, profesor de finanzas de Wharton, pontifica sobre el cambio del hecho de poseer al de vivir, del capitalismo de propiedad al de acceso a las cosas; por eso, las empresas, dice, no venden productos sino que diseñan y gestionan experiencias comercializables.
En las alturas del primer cuarto del milenio, formamos parte de la generación de las experiencias y aspiraciones. En este sentido, el ensayista coreano Byung-Chul Han, profesor en la universidad de Berlín, analiza en el libro La sociedad del cansancio (Herder, 2017) las consecuencias de esta transición. La búsqueda de la experiencia provoca una carrera cada vez más alocada -de pollo sin cabeza-, que genera agotamiento emocional, ansiedad y trastornos mentales diversos. La hiperactividad de la búsqueda desata el interés por todo y más, a la vez que un déficit general de atención por cada una de ellas.
Por eso, en la entrevista que me hizo el otro día, Lluís Amiguet en la Contra de La Vanguardia (1/7/25) respondía que la gente, en vez de ostentar las propiedades, exhibe las experiencias.