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Crónica sentimental de una generación pixelada

04 de Agosto de 2025
Gina Tost | VIA Empresa

“Apaga la maquinita, que se te fundirá el cerebro. 

 

Ni consola, ni consuelo. 

Eso de la segamega no te llevará a nada”.

 

Estas eran las frases que me gritaba mi madre cada vez que me veía espatarrada en el sofá de casa de la abuela, con la Game Gear en las manos. Recuerdo el colosal transformador hirviendo enganchado al enchufe, y la esperanza de pasarme aquella maldita pantalla del Sonic, del Columns, del Olympic Gold, del Space Harrier, o del Shinobi. El verano en casa era calor, mosquitos, bicicletas BH, una tienda de golosinas que se llamaba “la paradeta”, y una consola compartida con 13 primos como salvavidas emocional.

En mi barrio, había un centro cívico que funcionaba como ludoteca y que tenía consolas y videojuegos. Niños de todo el barrio íbamos a quemarnos las pestañas allí, ya que no teníamos las posibilidades económicas de poderlo hacer en casa o con amigos. Un lugar seguro donde nos daban turno para vivir aventuras. 

Para muchos, los videojuegos no han sido evasión: han sido el único espacio donde podíamos ser protagonistas de algo más allá de poner la mesa y hacer deberes. Eran un simulador de libertad dentro de un verano que, en realidad, venía impuesto por la conciliación y el presupuesto familiar ajustado. Las horas muertas se convertían en vidas extra, y en aquel ruidito de bip bip bip cabía más narrativa que en todas las sobremesas familiares del agosto juntos.

Ahora, décadas después, las cosas han cambiado... o no tanto. El verano sigue siendo el momento en que muchos adultos recuperan aquella sensación de juego libre, y de tiempo para dedicarlo a aquello que nos vuelva a evadir de la realidad caprichosa. Las consolas han mejorado en potencia y batería, las pantallas brillan más que nunca, pero la emoción es la misma: perderse un rato para reencontrarse con uno mismo.

"Los estudios catalanes cada vez más aciertan este tono emocional y evocador que demandan los jugadores más maduros que hace tiempo que pulsan botoncitos"

Ahora quizás ya no tenemos una GameBoy, sino que quizás jugamos en el móvil, y ahora los videojuegos no los hacen los japoneses, sino que muchos vienen de nuestra casa. 

Los estudios catalanes, por cierto, cada vez más aciertan este tono emocional y evocador que demandan los jugadores más maduros que hace tiempo que pulsan botoncitos. Hacemos videojuegos para una generación que ha crecido entre pantallas, pero que todavía busca lo mismo de siempre: un rincón para descansar sin sentirse culpable, una aventura para escapar sin irse de donde estamos, y una historia pequeña que nos recuerde quiénes éramos antes de crecer tanto… y quiénes deberíamos ser si no hubiéramos perdido a la criatura que teníamos dentro.

Mi madre tenía razón: quizás se nos ha fundido un poco el cerebro. Pero entre eso y fundirnos al sol por culpa del cambio climático y el agujero de la capa de ozono, elegimos la fantasía correcta.