Durante los años ochenta, Japón era un referente mundial por su crecimiento económico y su capacidad de innovación. Parecían imparables. Pero aquel milagro comenzó a desvanecerse a partir de 1991, cuando estalló la burbuja financiera creada por una política monetaria muy laxa y la especulación desbocada. El colapso del valor de los activos inmobiliarios y bursátiles llevó al país a una crisis de deuda y a una larga etapa de estancamiento que aún dura.
Desde entonces, los sucesivos gobiernos han intentado reactivar la economía con recetas keynesianas y monetaristas, pero con escasos resultados. Detrás de esta debilidad hay otro problema profundo: la falta de mano de obra, debido al envejecimiento y al descenso sostenido de la población.
Japón encadena ya doce años consecutivos de pérdida demográfica. En 2008 tenía 128 millones de habitantes; hoy tiene 125,6. Las personas mayores de 65 años representan el 29% de la población –una de las proporciones más altas del mundo– mientras que en España y en Catalunya la cifra es de un 20%. Esta estructura hace que la población activa, es decir, la que sostiene el sistema productivo y fiscal, se haya reducido hasta el 59,6% del total, la tasa más baja de todos los países de la OCDE.
La economía japonesa no acaba de encontrar el camino de la recuperación. La elevada inflación, la desaceleración global y una deuda pública que ya supera el 260% del PIB lastran el crecimiento. A esto se añade el fracaso de la demografía: una natalidad mínima, de 1,1 hijos por mujer, y un rechazo cultural profundo a la inmigración que limita la entrada de nueva mano de obra. Solo el 3% de los habitantes de Japón son extranjeros, mientras que en Catalunya esta proporción llega al 18%.
El contraste es evidente. Tanto Japón como Catalunya comparten una natalidad baja y una esperanza de vida muy alta, pero la inmigración permite al territorio catalán mantener una población creciente y un envejecimiento más moderado. En Japón, en cambio, el número de habitantes disminuye y el peso de los jubilados crece cada año.
"Las medidas de la nueva primera ministra japonesa, Sanae Takaichi, comportarán un yen más débil, más déficit y más inflación; una fórmula ya probada sin éxito"
Las consecuencias del envejecimiento son claras: menos trabajadores, menos productividad, menos dinamismo económico, menos ingresos fiscales y una progresiva disminución de la renta per cápita. El país se ve abocado a una transformación profunda: exceso de viviendas, cierre de escuelas, más demanda sanitaria y de residencias, y un incremento sostenido del gasto en pensiones. Mientras tanto, las zonas rurales se vacían a un ritmo acelerado.
El pasado octubre de 2025, en Japón ha habido un cambio de gobierno. Sanae Takaichi se ha convertido en la primera mujer en ocupar el cargo de primer ministro. Takaichi, una mujer conservadora admiradora de Margaret Thatcher, defiende una política monetaria laxa, menos gasto público y reformas estructurales liberalizadoras. Todo apunta, sin embargo, a que esto comportará un yen más débil, más déficit y más inflación. Es una fórmula ya probada en Japón en el pasado, sin éxito. Consciente del bloqueo de la economía, la nueva dirigente, de tendencia nacionalista, podría acabar abriendo tímidamente la puerta a la inmigración cualificada, una necesidad que los sectores económicos reclaman desde hace tiempo.
El futuro de Japón dependerá, entre otros factores, de su capacidad para afrontar el reto demográfico y romper con su tradicional resistencia al cambio cultural.