Filipinas, espíritu colonial

Del pasado colonial de Filipinas quedan pocos vestigios, pero los aspectos más intangibles han quedado bien incrustrados

Manila, capital de Filipinas | iStock
Manila, capital de Filipinas | iStock
Xavier Roig VIA Empresa
Ingeniero y escritor
20 de Julio de 2025 - 05:30

Del pasado colonial de Filipinas quedan pocos vestigios. Tanto aquí, en nuestra casa, como allí, en el país. Se hace extraño, ya que la descolonización fue reciente, si la comparamos con las otras colonias de Latinoamérica. Del idioma español, no ha quedado ni rastro. Cabe remarcar que, cuando hablo de vestigios, hago referencia a efectos físicos que permanezcan palpables: edificios, cosas, estilos de muebles, el idioma... Otros más intangibles han quedado incrustados. Entre ellos la tendencia a tener malos gobernantes y la permanente insolvencia en todo lo que corresponde a la administración de la cosa pública.

 

Filipinas constituye un archipiélago que es difícil de administrar, todo sea dicho. Más de 7.000 islas. Una desproporción numérica si consideramos que la población -unos ciento quince millones de personas- está dispersa dentro de esta colmena, combinación endemoniada de jungla y agua marítima. Como cuesta hacerse una idea, la próxima vez que preparen judías cocidas para mucha gente, cojan un bote y empiecen a tirarlas dentro, de una en una. Cuando lleguen a 7.000 ya me dirán. Probablemente lo habrán dejado correr antes. ¡Eh!, hablo de gentío en la mesa, porque este volumen equivale a tres kilos y medio de judía seca cruda.

La capital de Filipinas, Manila, es un auténtico Cafarnaúm. De todas las capitales del Extremo Oriente que conozco, Manila es la más horrorosamente caótica. El desgobierno es total y yo he llegado a ver un autobús público urbano, cargado de pasajeros, cruzar por el mismísimo centro de una gasolinera para ahorrarse el atasco de una esquina. Ahora bien, hablando de esto tengo que decir que este descontrol, esta falta absoluta de civismo, no está injertada con ninguna de las formas de grosería ni de mala educación que se asocia en nuestra casa. La violencia social en el comportamiento cotidiano filipino no existe. Todo el mundo ríe y es de una amabilidad exuberante. Quizás fruto de una capacidad de sufrimiento y de paciencia remarcables, todo sea dicho. Una actitud vital que, a veces, enerva el organismo.

 

La historia de Filipinas es curiosa. Los españoles llegaron al último cuarto del siglo XVI. Antes, lo que ahora es Filipinas no era nada más que un conjunto de islas y los pobladores de los alrededores iban y venían de lo que hoy son Indonesia, Malasia, China, etc. Prácticamente, al mismo tiempo que llegaban los españoles, los árabes se instalaron en la isla de Mindanao. O sea que esta isla es la única de tradición no católica y con la que hay trifulcas cada dos por tres, tan habituales en el mundo musulmán. Allí hay unas guerrillas que tienen declarada la guerra al aparato de estado filipino. Nada que ponga en peligro el estatus del país, pero de vez en cuando causan algún susto y algunos muertos.

A finales del siglo XIX, empezaron los problemas serios con España. José Rizal, que había estudiado para oftalmólogo en Madrid, promovió la demanda de reformas a las autoridades españolas. Nada del otro mundo: reformas y autonomía. Pero ya conocen ustedes el talante español, y más el de la época. No se toleró nada y a Rizal lo ejecutaron en 1896. Todo ello, un caso como una cesta. El tema no quedó solucionado, claro. Dos años más tarde, Filipinas se declaraba independiente de España para convertirse en norteamericana. El hecho es curioso. Conociendo el talante filipino, muy hartos debían estar los ciudadanos para declararle la guerra a España.

"Conociendo el talante filipino, muy hartos debían estar los ciudadanos para declararle la guerra a España"

Y, ahora, un hecho sorprendente. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, después de haber sufrido la invasión japonesa y haberse empobrecido notoriamente, Filipinas declaró su independencia de los Estados Unidos y quedaron allí, en el mismísimo centro del Mar de la China. Solos y sin recursos. Esto lleva a pensar que los países, a veces, cometen grandes errores. De este hecho he hablado con filipinos, parte de las élites culturales y profesionales. Les parece, aún hoy, una barbaridad. Probablemente, en la actualidad, serían un estado de los Estados Unidos -o un estado asociado- y hubieran disfrutado de las inversiones postbélicas norteamericanas, sobre todo teniendo en cuenta la situación geográfica. Vamos, una especie de islas Hawaii pero con características propias. La verdad es que los filipinos tienen un nacionalismo muy a flor de piel que, hasta ahora, no les ha reportado ninguna ventaja significativa, a mi entender.

La mala gobernanza de los siglos XVI a XIX ha quedado incrustada. Ya lo conocen ustedes por la prensa. Dictadores, elecciones con tufo de tongo, etc. En resumen, una democracia pasada por el baño maría. Personalmente, he viajado por trabajo algunas veces, y allí he conocido ministros e, incluso, a una presidenta. La irregularidad es la tónica. La sociedad mantiene, aún, un nivel de cultura agraria elevadísimo. Y es que el sector agrícola ocupa aún un 25% por ciento de la población. ¿Renta per cápita? 3.900 dólares. O sea, miseria. El viajero por las islas alejadas de Manila se dará cuenta de que la población vive al sol, en la playa, como si el país fuera un enorme camping. La emigración es enorme. No hay cifras oficiales, pero se calcula que unos 10 millones de filipinos viven en el extranjero en trabajos que no son demasiado cualificados. Ignoro el porqué -¿porque tienen demasiada agua?-, pero muchos de ellos están enrolados en la marina mercante y de pasajeros que rondan por el mundo. Si alguna vez viajan en un crucero internacional, analicen la nacionalidad de la tripulación.

Termino con una anécdota que me ha quedado en la memoria y que, en cierto modo, es el cliché que me viene a la cabeza cuando oigo la palabra “Filipinas”. Estuve invitado a comer en casa de un cacique de una de las islas que configuran el país. En la mesa. A la derecha del amo de la casa -colonial, magnífica, por cierto- su mujer. A la izquierda, el cura, que llegó tarde. Y, entonces, tuvo lugar una escena única y de la que doy fe: el cura, al llegar, besó la mano del cacique. Ya he dicho que de España no ha quedado nada tangible, material. Pero allí vi retratada, por un instante, la España que un día fue expulsada... sólo parcialmente.