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Educación financiera: de asignatura invisible a política pública con retorno social

La mayoría de jóvenes ya paga electrónicamente y compra en línea, pero una fracción amplia no sabe aplicar conocimientos financieros básicos a situaciones reales

Una persona ahorra dinero en metálico en su hucha | iStock
Una persona ahorra dinero en metálico en su hucha | iStock
Santiago Tiana | VIA Empresa
Consultor sénior independiente de estrategia y operaciones
28 de Noviembre de 2025 - 04:55

En economía doméstica el problema no es que la gente no use dinero, sino que lo usa sin criterio. Las evaluaciones internacionales muestran que una proporción relevante del alumnado de quince años no alcanza el nivel básico de competencia financiera al terminar la educación obligatoria y que solo una minoría de adultos supera el umbral mínimo para interpretar productos financieros con seguridad. El resultado no se ve en el aula: aparece más tarde, cuando ya se firman créditos, se asumen riesgos o se posterga el ahorro sin comprender qué se está haciendo.

 

El contraste entre uso y entendimiento es evidente. La mayoría de jóvenes ya paga electrónicamente y compra en línea, pero una fracción amplia no sabe aplicar conocimientos financieros básicos a situaciones reales. Esa combinación, exposición temprana y criterio insuficiente, genera un riesgo sistémico que el sistema educativo traslada a la vida adulta. No es que el dinero no se use; es que se usa sin entender las implicaciones de largo plazo y de riesgo de lo que se acepta al financiar consumo, entregar datos o asumir pagos recurrentes.

Los datos muestran además que quienes alcanzan niveles adecuados de alfabetización financiera reportan mayor bienestar subjetivo y mayor resiliencia financiera. En la encuesta internacional de alfabetización financiera de adultos de la OCDE, solo el 39% supera el umbral mínimo de competencia, pero entre ese 39% la puntuación en bienestar financiero es diez puntos superior y la resiliencia frente a shocks es doce puntos mayor que en el resto.

 

Además, la probabilidad de poder sostener el gasto mensual ante una caída abrupta de ingresos es significativamente más alta en ese grupo. Este punto es central porque el riesgo financiero no es simétrico: los hogares menos alfabetizados absorben peor los ciclos, pagan más por deuda, caen antes en morosidad y llegan con menos amortiguadores cuando las condiciones cambian. El coste de esa fragilidad no se agota en el individuo: se transmite al consumo agregado, al sistema de crédito y, en última instancia, al presupuesto público que termina amortiguando consecuencias evitables.

La escuela es, en términos de política pública, el único espacio universal y neutral capaz de distribuir este conocimiento sin reproducir desigualdad de origen. Delegar la alfabetización financiera a la familia consolida brechas: los hogares con criterio lo transmiten; los que no lo tienen, transmiten silencio o error. Delegarla a la banca introduce un conflicto de interés evidente: el proveedor de productos no puede ser al mismo tiempo el instructor neutral sobre esos productos. Delegarla al mercado es aceptar una competencia asimétrica entre ciudadanos legos y actores profesionales con ventaja informativa. Por exclusión lógica, la educación formal es el único terreno institucional idóneo para universalizar criterio antes de la primera decisión irreversible.

La escuela es, en términos de política pública, el único espacio universal y neutral capaz de distribuir la educación financiera sin reproducir desigualdad de origen

La comparación internacional confirma que el resultado no depende solo de “tener contenidos”, sino de cómo se diseñan y cuándo se despliegan. En PISA Finanzas, países como Estonia y Finlandia, donde la educación financiera se imparte con obligatoriedad, progresión y práctica desde etapas tempranas, presentan mayor proporción de estudiantes en niveles medios-altos (≥ Nivel 2) y menores tasas de bajo desempeño, mientras que sistemas sin integración curricular mantienen porcentajes cercanos o superiores al 15–20% por debajo del mínimo. Esa pauta se replica en adultos: allí donde existió instrucción temprana y continuada se observa mayor uso de instrumentos simples de inversión a largo plazo, menor endeudamiento de consumo y menor exposición a fraudes. Los países que han logrado elevar de manera sostenida la alfabetización financiera comparten esos tres rasgos de política curricular.

Esa dimensión práctica no es un capricho didáctico sino un requisito económico. La mayoría de los errores que deterioran el bienestar financiero no son errores de cálculo, son errores de juicio: se confunde accesibilidad con conveniencia, se compra sin comparar, se interpreta mal el riesgo, se subestima el coste total de una deuda. La educación financiera eficaz no entrena para resolver fórmulas, sino para discriminar opciones bajo información imperfecta y horizonte temporal. No enseña a recordar terminología, enseña a reconocer trampas.

La distinción entre gasto e inversión ilustra lo que está en juego. Un gasto transforma renta en consumo presente; una inversión transforma renta presente en capacidad futura. Esta diferencia simple se invisibiliza con facilidad en decisiones ordinarias, movilidad, salud preventiva, educación, cuando no se interioriza el concepto. El retraso en esa interiorización no es inocuo: aprender tarde equivale a una pérdida matemática de horizonte. El tiempo es una variable no recuperable; la educación financiera actúa sobre expectativas a lo largo del tiempo y, por tanto, su ventana de eficacia óptima es temprana.

La diferencia entre empezar a invertir a los 20 o a los 35 años no es lineal, es exponencial: llegar tarde implica renunciar a años de capitalización acumulada

El caso del interés compuesto lo evidencia con claridad. Una mayoría declara conocer el concepto, pero solo una minoría responde correctamente cuando se le plantea. La diferencia entre empezar a invertir a los 20 o a los 35 no es lineal, es exponencial: llegar tarde implica renunciar a años de capitalización acumulada. Esa asimetría no se corrige con formación adulta, se evita con instrucción infantil.

El argumento no es solo de eficiencia individual sino de coste sistémico. Una ciudadanía que entiende el precio a lo largo del tiempo del endeudamiento de consumo, que identifica incentivos en los productos financieros y que conoce la lógica básica del ahorro y la inversión reduce la probabilidad de litigios masivos, rescates públicos a decisiones privadas y escalada regulatoria reactiva. Educar preventivamente es más barato que corregir ex post. Los países que han incorporado educación financiera en etapas tempranas no lo han hecho para fabricar inversores, sino para reducir el coste social de la ignorancia financiera.

Que en economías avanzadas solo una minoría de adultos supere el umbral mínimo de alfabetización financiera es una paradoja en sí misma. La encuesta internacional de adultos sitúa la media en 63 sobre 100 y apenas el 39% alcanza el nivel considerado suficiente; al mismo tiempo, la penetración de productos financieros y digitales es ya mayoritaria. Es decir: sistemas con acceso masivo a instrumentos operan con ciudadanos que interpretan marginalmente lo que contratan. Y el entorno no ayuda: el usuario firma términos y condiciones digitales, acepta pagos diferidos, autoriza cesión de datos, evalúa promesas de rentabilidad y compara (o no) comisiones cada semana. El ciudadano está más expuesto al sistema financiero que al sanitario o al legal, pero sin mediación obligatoria y sin alfabetización mínima garantizada. Esa omisión no se corrige sola: se paga en fricción acumulada.

Una mujer hace cálculos con su teléfono móvil | iStock
Una mujer hace cálculos con su teléfono móvil | iStock

Cuando la educación financiera no está integrada desde edades tempranas, quien aprende de adulto lo hace en la peor posición posible: con compromisos ya firmados, con menos horizonte para capitalizar decisiones correctas y con hábitos de gasto fijados por repetición. La escuela es el único tramo de baja fricción para instalar criterio antes de la primera obligación financiera relevante. La secuencia temporal importa tanto como el contenido: enseñar tarde es enseñar caro, no solo por coste de oportunidad perdido sino por sesgo conductual acumulado.

El componente distributivo es insoslayable. Cuando la alfabetización financiera se deja al azar familiar, la desigualdad de conocimiento se hereda. Quien crece en hogares con criterio observa y replica; quien crece en hogares sin criterio hereda silencio o error. La escuela corrige esa asimetría porque distribuye conocimiento a coste marginal constante y sin depender del capital cultural preexistente. En esa dimensión, la educación financiera no es eficiencia: es justicia preventiva. Evita que la desigualdad de origen se traduzca en desigualdad de decisión.

La alfabetización financiera además reduce superficie de ataque del fraude. La mayoría de estafas financieras, digitales o presenciales, prosperan porque la víctima no reconoce la trampa, no porque el estafador sea sofisticado. No identificar promesas imposibles, estructuras piramidales o retornos inverosímiles es un fallo de criterio, no de acceso. Igual que la higiene digital reduce el phishing, la higiene financiera reduce la pérdida inducida por terceros.

La mayoría de estafas financieras, digitales o presenciales, prosperan porque la víctima no reconoce la trampa, no porque el estafador sea sofisticado

Los datos acumulados durante dos décadas en PISA y en las encuestas internacionales de adultos son consistentes. En PISA Finanzas, en las economías de la OCDE, el 18–20% del alumnado se sitúa por debajo del nivel básico de competencia, mientras que en la encuesta de alfabetización financiera de adultos solo en torno al 39% supera el umbral mínimo. Esa brecha se traduce en consecuencias observables: baja alfabetización se asocia con peor asignación de deuda, mayor fragilidad ante shocks, con diferencias de más de diez puntos en los índices de resiliencia, y mayor probabilidad de intervención pública; alta alfabetización se asocia con mayor disciplina con horizonte temporal, comparación sistemática y menor exposición a productos inadecuados. Esa divergencia no es cultural, es pedagógica: donde se instruye antes y mejor, el comportamiento posterior cambia.

Ninguna innovación tecnológica ni capa regulatoria sustituye el criterio individual. Se pueden reforzar advertencias, simplificar contratos, exigir transparencia y vigilar intermediarios; nada de eso reemplaza la capacidad del ciudadano para entender qué está aceptando y con qué implicaciones temporales y de riesgo. La educación financiera no compite con la regulación, la vuelve eficaz reduciendo la asimetría cognitiva sobre la que la regulación intenta actuar después.

A esta altura, la discusión relevante no es si debe enseñarse sino cómo y cuándo. Una materia se justifica en el currículo cuando su ausencia genera costes sociales, cuando su instrucción temprana es más barata que su corrección tardía y cuando su efecto es transversal a la vida adulta. La educación financiera cumple las tres condiciones: la omisión es costosa, la prevención es más eficiente y el efecto es generalista. No produce ciudadanos ricos, produce ciudadanos resistentes. La resiliencia no se improvisa; se cultiva.

Si uno atiende a la evidencia acumulada, la conclusión es menos polémica de lo que parece: la política educativa debería asumir la educación financiera como obligación curricular desde edades tempranas, desplegarla con progresión real y no como un módulo aislado, anclarla en la práctica y no en el glosario, y evaluarla por la conducta, si se compara, si se planifica, si se usan instrumentos simples, más que por la definición. Ese itinerario debería prolongarse en la vida adulta para evitar que el criterio se oxide cuando los mercados cambian. El objetivo no es sofisticación técnica sino autonomía informada.

Porque el dinero ordena silenciosamente la biografía económica de cada persona: ignorarlo no neutraliza su efecto, solo desactiva la capacidad de gobernarlo. Alfabetizar financieramente no es una cortesía educativa sino una inversión social de retorno diferido. Lo que se enseña a tiempo reduce riesgos; lo que no se enseña a tiempo se paga toda la vida.