Hay mercados que mueren por falta de demanda. El hipotecario español corre el riesgo contrario: una actividad desbordante que, sin embargo, erosiona la rentabilidad de quienes la alimentan. Lo que en otro tiempo fue la joya de la corona de la banca minorista, un producto que generaba ingresos estables y fidelidad del cliente durante décadas, se ha convertido en un campo de batalla donde la lógica económica se desfigura.
He observado durante años cómo las hipotecas funcionaban como el ancla que fijaba la relación entre banco y cliente: una vez firmado el préstamo, el resto de los productos fluían casi por inercia. Pero ese equilibrio empieza a quebrarse. Hoy la competencia ha llevado los precios a niveles que rozan la irracionalidad y, en consecuencia, los márgenes se comprimen hasta límites que difícilmente justifican el riesgo asumido. Si esta dinámica se prolonga, el equilibrio competitivo del crédito dejará de corregirse con precios y acabará corrigiéndose con capital: no por convicción, sino por agotamiento.
Las cifras recientes lo ilustran. Según el Instituto Nacional de Estadística, el tipo medio de las nuevas hipotecas concedidas en agosto se situó en torno al 2,9%, el nivel más bajo desde 2023. A primera vista, un respiro para las familias; en realidad, una presión añadida para los balances bancarios, porque financiar a 30 años por debajo del precio del dinero supone asumir un coste que no se compensa con facilidad. Las hipotecas, por sí solas, rara vez cuadran las cuentas. Durante años han sido el vehículo para construir relación, no para generar beneficio inmediato. Pero la dinámica actual está tensionando incluso esa lógica de largo plazo.
Por el lado de la demanda, la vivienda sigue siendo el gran deseo y, a la vez, una carga creciente. El esfuerzo necesario para comprar un piso medio se ha incrementado de forma sostenida a lo largo de las últimas tres décadas. Los datos del Banco de España muestran que la proporción de ingreso que las familias destinan a la cuota hipotecaria ha escalado de forma constante, mientras los precios de la vivienda avanzan más rápido que los salarios. Esa tendencia convierte el acceso a la propiedad en un desafío estructural y explica por qué los compradores se inclinan cada vez más por el tipo fijo: una cuota estable es la única certidumbre que pueden permitirse. En agosto, el 59,4% de las nuevas hipotecas fueron a tipo fijo, según el INE, tras varios trimestres en los que la proporción superó con holgura el 60%.
Desde la oferta, la ecuación es igual de compleja. El coste del capital ha vuelto a encarecerse, la regulación exige más colchones para cubrir el riesgo de tipos y las carteras a tipo fijo consumen más recursos. Las reglas del juego, Basilea III y IV, NIIF 9 y la nueva normativa europea sobre riesgo de tipo de interés en la cartera bancaria,obligan a valorar cada préstamo a largo plazo como una pieza que inmoviliza capital y liquidez. En un entorno en el que los márgenes netos se reducen y el supervisor demanda prudencia, vender hipotecas a precios por debajo de la curva swap a 30 años no es un gesto comercial: es un acto de fe.
Cuando los bancos conceden préstamos a 30 años con un tipo que apenas cubre el coste del dinero, no están compitiendo por rentabilidad sino por cuota
De ahí que en las últimas semanas varios directivos hayan empezado a hablar abiertamente de una “competencia irracional”. Y no exageran. Cuando los bancos conceden préstamos a 30 años con un tipo que apenas cubre el coste del dinero, no están compitiendo por rentabilidad sino por cuota. El resultado es un equilibrio precario: cada entidad defiende su espacio a costa de reducir el beneficio del conjunto. Es una dinámica que la teoría económica conoce bien: un juego donde la racionalidad individual conduce a un resultado colectivo ineficiente. En la práctica, bajar un poco más el precio del fijo ya no captura volumen rentable, captura duración, y esa duración barata hoy puede convertirse en un lastre si los tipos repuntan mañana.
De ahí que no todas las entidades estén jugando el mismo juego. Las de mayor tamaño y base de clientes han decidido que no tiene sentido seguir empujando tipos a pérdida. En cambio, parte de la banca mediana mantiene viva la guerra hipotecaria con el objetivo de ganar visibilidad y masa crítica. Para esos bancos, crecer en cuota es casi una necesidad estratégica: necesitan demostrar tracción comercial, aunque sea sacrificando margen. Los grandes, en cambio, priorizan estabilidad y retorno sobre el capital. Lo que antes era una batalla sectorial se ha transformado en una divergencia de modelos de negocio: unos compran volumen, otros protegen rentabilidad.
Lo que antes era una batalla sectorial se ha transformado en una divergencia de modelos de negocio: unos compran volumen, otros protegen rentabilidad
A ello se suma un vector decisivo que explica por qué la aritmética no cierra: el tipo atractivo suele estar condicionado a la contratación de productos adicionales. Seguros, domiciliaciones, tarjetas, planes de ahorro… son los hilos con los que se cose el margen perdido en el tipo nominal. En teoría, la venta cruzada debería recomponer lo sacrificado en la hipoteca; en la práctica, ese modelo se erosiona rápidamente. El cliente digital es menos fiel, más sensible a precio y cambia de entidad con más facilidad. Y desde la Ley 5/2019, la portabilidad es menos friccional: el reparto de gastos de constitución se desplazó al prestamista y la compensación por reembolso anticipado está acotada por ley (hasta el 2% en los primeros diez años y el 1,5% después en fijas; 0,25% en los primeros tres años o 0,15% en los primeros cinco en variables).
El resultado es que la hipoteca ha dejado de garantizar un cautiverio de por vida: el cliente puede marcharse antes de que el banco recupere, vía venta cruzada, el margen sacrificado en el precio inicial. Cuando eso ocurre a escala, el riesgo deja de ser comercial y empieza a ser sistémico: si el crédito hipotecario no es sostenible para quien lo concede, la factura no desaparece; solo se desplaza, ya sea a una restricción futura de crédito o, en última instancia, al contribuyente.
El detalle más revelador es que ni siquiera el repunte reciente del euríbor, que cerró septiembre en torno al 2,17%, ha frenado esa dinámica. El mercado hipotecario español parece haber desconectado de las señales de los tipos de interés: continúa actuando por impulso competitivo más que por fundamentos financieros. Esta disociación entre el precio del dinero y el precio del crédito revela hasta qué punto la obsesión por la cuota ha desplazado la disciplina del beneficio. Si el coste de financiación sube y, aun así, algunos bancos siguen ofreciendo préstamos por debajo de la curva swap, lo que está en juego ya no es una iniciativa comercial, sino la lógica del sistema.

El predominio del tipo fijo es otro elemento decisivo. Antes de la última subida de tipos, las hipotecas variables eran la norma. La experiencia posterior cambió la mentalidad de los hogares: pocos están dispuestos a soportar la incertidumbre de una cuota fluctuante. El tipo fijo se percibe como un seguro frente al futuro. Pero esa preferencia del cliente traslada el riesgo al balance del banco, que debe cubrirse mediante derivados y asumir el capital regulatorio asociado. Fijar un tipo a 30 años implica comprometer un flujo que puede quedar fuera de mercado si el contexto cambia. El supervisor europeo lo sabe y por eso ha reforzado los test de sensibilidad al riesgo de tipos, Supervisory Outlier Tests (SOT), y el reporting de IRRBB (RTS/ITS EBA 2024). En resumen, lo que para el cliente es estabilidad, para el banco es duración y consumo de capital.
El resultado es un mercado en tensión permanente. Los precios de la vivienda siguen subiendo en la mayoría de las regiones, mientras los ingresos de los hogares crecen con lentitud. La combinación de oferta limitada, demanda persistente y financiación barata sostiene los valores inmobiliarios y, a la vez, alimenta el riesgo de sobreapalancamiento. La política monetaria del Banco Central Europeo (BCE) ha girado hacia una postura más acomodaticia, pero el mensaje de Fráncfort es claro: la etapa de rentabilidades extraordinarias para la banca ha terminado. Los márgenes de intermediación tenderán a normalizarse y los beneficios dependerán cada vez más de la eficiencia y de la gestión del riesgo. En ese contexto, mantener una guerra de precios en hipotecas parece un lujo difícil de justificar.
La combinación de oferta limitada, demanda persistente y financiación barata sostiene los valores inmobiliarios y, a la vez, alimenta el riesgo de sobreapalancamiento
El supervisor lo repite en cada informe: el sistema financiero español es sólido, pero no inmune. Las exigencias en materia de capital y liquidez han elevado la resiliencia de las entidades, aunque también han encarecido el negocio. Fijar hipotecas por debajo del coste del dinero puede tener sentido táctico a corto plazo, pero a largo plazo erosiona la capacidad de generar capital interno. Y sin capital, no hay crédito sostenible. Por eso, las apelaciones a la “racionalidad” que algunos ejecutivos han hecho públicas no son un gesto retórico; son una advertencia. No se trata de cartelizar precios, sino de reconocer el límite económico de la competencia.
Con este telón de fondo, el equilibrio de los próximos meses dependerá de tres fuerzas: los tipos de interés, el precio de la vivienda y el crecimiento de las rentas. Si los tipos se estabilizan y los salarios no recuperan poder adquisitivo, el esfuerzo de las familias seguirá en aumento y las hipotecas deberán encarecerse en spread para ser rentables. Si, por el contrario, la competencia mantiene los precios artificialmente bajos, el ajuste acabará por producirse en los márgenes y, con ellos, en la capacidad de prestar. El dilema no es nuevo: capturar hoy un cliente hipotecario o preservar la rentabilidad futura.
He visto este ciclo varias veces en distintas fases del mercado: primero llega la euforia por el crecimiento del crédito, después la guerra de precios y, más tarde, la corrección. Lo que diferencia el momento actual es que la corrección podría ser más lenta, amortiguada por una regulación que impide excesos, pero también retrasa los ajustes. Esa prudencia es necesaria, pero no puede ocultar la realidad: financiar a 30 años por debajo del coste del dinero no es una estrategia sostenible. En algún punto, los precios tendrán que reflejar los riesgos reales y el valor del capital empleado.
El debate, en el fondo, trasciende la hipoteca. Habla del modelo de relación entre banca y cliente, del equilibrio entre competencia y sostenibilidad. La vivienda seguirá siendo el núcleo emocional y económico de las familias, y el crédito hipotecario, el vehículo natural para alcanzarla. Pero si el sistema convierte ese vehículo en un producto que destruye valor, todo el edificio se resiente.
Las hipotecas seguirán siendo la joya de la corona, siempre que su precio refleje la realidad del balance y no solo el deseo de ganar cuota. He defendido durante años que la hipoteca es, ante todo, una relación y no un simple producto financiero. Lo sigo creyendo. Sin embargo, una relación sana empieza por reconocer el coste real de prometer estabilidad durante 30 años en un mundo que cambia cada trimestre. Si todos lo sabemos, bancos, reguladores y clientes, ¿hasta cuándo seguiremos aceptando precios que ninguno puede permitirse de verdad?