Considero que a los economistas nos corresponde, a título individual, poder poner sobre la mesa ideas que, a pesar de poder nacer muertas por la controversia, la inviabilidad o la impopularidad, sean lo suficientemente provocadoras para estimular la reflexión colectiva sobre determinados statu quo y temas estratégicos para el país. Un buen ejemplo de este ejercicio es el que hace unos meses hacía Josep Oliver en su lección inaugural de la Jornada dels Economistes de este año en torno a la productividad.
El profesor abogaba por eliminar lo que llamó "subvenciones indirectas al sector del turismo", que, según justificó, es un sector que tiene un impacto negativo en la productividad del país y absorbe unos recursos con un elevado coste de oportunidad. Entre otras cosas, porque acostumbra a ser intensivo en mano de obra de cualificación mayoritariamente limitada que debe ser importada para cubrir los trabajos que los locales no quieren hacer.
No es objeto de este artículo hacer un análisis sobre las externalidades del turismo, tanto positivas como negativas, que habría que poner en una balanza y requerirían una cierta segmentación del sector. En todo caso, Oliver se refería a suprimir las subvenciones indirectas en términos del IVA reducido, la gratuidad de los peajes, los contratos fijos discontinuos o la falta de gravamen fiscal sobre el queroseno —combustible de los aviones que, a diferencia del resto, no tiene tributación—, entre otros. Hay que entender que estas exenciones actúan como incentivos del sector, y a sensu contrario, de desincentivos de otros que se señalan como más estratégicos para el país.
Al fin y al cabo, los incentivos son uno de los mecanismos más habituales para incidir en las decisiones económicas. Por lo tanto, así como Oliver pone el acento en el papel de los estímulos para corregir determinadas disfunciones, quizás también sea preciso explorar atractivos que nos ayuden a afrontar retos estructurales como la baja natalidad y la sostenibilidad del sistema de pensiones, pilar de nuestro estado del bienestar. La natalidad en Catalunya ha sido históricamente baja y, además, se encuentra en caída libre desde el umbral de 1,53 hijos por mujer en 2008 hasta los 1,08 actuales.
La natalidad en Catalunya ha sido históricamente baja y, además, se encuentra en caída libre desde el umbral de 1,53 hijos por mujer en 2008 hasta los 1,08 actuales
El sistema de pensiones es complicado y difícil de explicar, sin embargo, resulta fácil entender que uno de los principales elementos que condiciona su viabilidad es la estructura demográfica y la natalidad. Como ya he expuesto en artículos anteriores, la perspectiva actual es que en Catalunya en el año 2050 haya cerca de dos personas en edad de trabajar por cada persona en edad de jubilación. Actualmente son 3,35.
Estas perspectivas son principalmente fruto de dos variables: la baja natalidad y el alargamiento de la esperanza de vida. La coincidencia de estos factores supone una amenaza futura tanto para el sistema de pensiones como para la misma paz social. Es evidente que probablemente esto requerirá alargar la edad de jubilación, mejorar la productividad de quienes trabajan y aumentar la natalidad. Es difícil pensar que un sistema de pensiones pueda ser viable si de media ha de ser capaz de garantizar la calidad de vida de tanta gente durante tanto tiempo por medio del pago de una pensión durante 20 o 25 años.
¿Cómo incentivar la natalidad?
La natalidad es, pues, una de las variables donde convendría incidir. ¿Cómo? Una propuesta podría ser incentivarla condicionando la pensión futura al número de hijos. ¿Por qué no? Creo que el siguiente ejemplo puede ayudar a comprender mejor esta idea que puede ser impopular, pero que invita a la reflexión.
Nos fijaremos primero en la hipótesis de una pareja que decide tener hijos. En primer lugar, destina un conjunto de dinero al cuidado de estos hijos. Probablemente, parte de este dinero no lo puede dedicar al ahorro para la jubilación. En segundo lugar, la decisión de tener hijos tiene un impacto en sus carreras profesionales y, por tanto, en su cotización para la jubilación. Además, la decisión de esta pareja de tener hijos es beneficiosa para el conjunto de la sociedad, ya que contribuye a la sostenibilidad del sistema.

Aun así, cuando llega el momento de la jubilación, esta pareja sufre el agotamiento del sistema de pensiones y, además de no haber podido ahorrar tanto como les hubiera gustado, como no han podido cotizar al máximo, solo pueden optar a una pensión humilde. Aunque las pensiones son bajas debido a la baja natalidad, precisamente aquellos que han contribuido no pueden optar a la prestación máxima.
Por otro lado, hay otra pareja que libremente ha decidido no tener hijos. Esta decisión les ha supuesto un ahorro de dinero, que han dedicado tanto al ocio como al ahorro para la jubilación. La decisión de no tener hijos tuvo que ver con la priorización de la vida profesional para contribuir al crecimiento de una empresa -que no es suya- que les ha permitido escalar profesionalmente y, además, cotizar al máximo. Llega el momento de la jubilación, y aunque no han contribuido a la sostenibilidad del sistema por medio de la descendencia, consiguen la pensión máxima, que se pagará gracias a las cotizaciones de los hijos de los demás. Además, cuentan con el ahorro que han ido haciendo a lo largo de su vida. Y aún más, conviene tener en cuenta que durante su vejez requerirán un grado más elevado de atención sociosanitaria por cuidados que en otra situación irían a cargo de los hijos, que en este caso irán a cuenta del gasto social.
El Premio Nobel de Economía, Gary Becker, argumentaba que tener hijos es una inversión privada con un retorno colectivo, y eso hace que el sistema infraremunere una decisión que beneficia a todos
En terminología económica, esto es un buen ejemplo del fenómeno del free rider, que se produce cuando alguien se beneficia de un sistema sin contribuir a él de manera proporcional.
Esta paradoja —que quien contribuye al futuro del sistema recibe menos retorno que quien no lo hace— no es nueva en la literatura económica. Un marco teórico que ayuda a entenderla es el que ya planteó el Premio Nobel de Economía de 1992, Gary Becker. En el contexto de los sistemas de pensiones de reparto, Becker argumentaba que los hijos generan una externalidad positiva: son los futuros cotizantes que sostienen el sistema, pero el coste de criarlos —económico, profesional y de tiempo— recae íntegramente sobre las familias. Dicho de otra manera, tener hijos es una inversión privada con un retorno colectivo, y eso hace que el sistema infraremunere una decisión que beneficia a todos.
Por eso, Becker defendía la necesidad de "internalizar" esta externalidad, es decir, reconocer de alguna manera en el diseño del sistema de pensiones la contribución demográfica de las familias. En resumen: si el futuro del sistema depende de los hijos de unos cuantos, ¿es razonable que todo el mundo tenga que cotizar por igual, con independencia de si contribuyen —o no— a generar estos futuros cotizantes? Y, al mismo tiempo, ¿tiene sentido que la contribución demográfica no sea un factor de peso determinante en el cálculo de la cuantía de la pensión a percibir?
No tener hijos es una decisión totalmente legítima. A pesar de ello, lo que es legítimo y lo que es social y económicamente deseable no siempre coincide. La verosimilitud de las hipótesis expuestas ponen de manifiesto una situación claramente injusta. ¿Condicionar la pensión futura a la contribución que se ha hecho a la sostenibilidad del sistema a través de los hijos podría actuar como incentivo de la natalidad? Habría que hacer los correspondientes análisis microeconómicos y econométricos sobre el impacto de este estímulo diferido para concluirlo.
Francia y Alemania, dos casos paradigmáticos
Seguramente el planteamiento es controvertido, excesivamente teórico y resulte injusto en casos concretos, pero más injusto puede resultar el agravio comparativo que se deriva de la situación expuesta. Condicionar las pensiones a la natalidad puede parecer un planteamiento excéntrico, pero conviene recordar que algunos países ya reconocen institucionalmente la contribución demográfica en el cómputo de la pensión. Por ejemplo, Francia -que tiene una de las tasas de natalidad más elevadas de Europa- lo hace otorgando hasta dos años de cotización adicional por cada hijo y complementos del 10% de la pensión para familias numerosas. En el caso de Alemania, cada hijo permite reconocer hasta tres años adicionales de cotización, que se traducen en puntos de pensión equivalentes a los que obtendría una persona que cotiza al nivel del salario medio durante ese período.
En el estado español, desde hace unos años las pensiones ya incorporan un complemento de maternidad para compensar la injusticia que se consideraba la menor pensión de mujeres, fruto de cotizaciones más bajas debido a las tareas de cuidados -desde 2021 se le llama complemento para la reducción de la brecha de género. Este complemento se tuvo que extender posteriormente a los hombres porque el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) lo consideró discriminatorio.
Las pensiones ya incorporan un complemento de maternidad para compensar la injusticia que se consideraba la menor pensión de mujeres, fruto de cotizaciones más bajas debido a las tareas de cuidados
La finalidad de este complemento es más bien correctiva de un agravio, pero abre el camino a que en un contexto de necesidad de incentivar la natalidad se pueda plantear que esta pueda condicionar la cuantía de la pensión futura. Estos son solo incentivos que funcionan en un marco de conducta racional, y convendría no olvidar que, para ir bien, la decisión de tener hijos debería seguir siendo, sobre todo, irracional. Cada vez es más frecuente ver noticias que hacen referencia al gasto de tener hijos, quizás esquemas como este contribuyan a convertirlos en inversión.
La natalidad no es solo una cuestión privada: es una pieza estructural de nuestro estado del bienestar. Si el sistema de pensiones se fundamenta en la solidaridad intergeneracional, ignorar que esta solidaridad necesita nuevas generaciones es simplemente insostenible. El debate sobre la natalidad no puede continuar siendo un tabú, sino que es una cuestión de país que condicionará el modelo de sociedad en el que viviremos, nuestra prosperidad, el sentido colectivo de trascendencia, la fortaleza de nuestro estado del bienestar y, también, el futuro de nuestra identidad.