Nunca se ha hablado tanto de sostenibilidad… y nunca ha sido tan difícil ejecutarla.
Durante la última década, la sostenibilidad ha pasado de ocupar un espacio periférico en el debate económico a situarse en el centro de las agendas públicas y privadas. La transición energética, la descarbonización de la economía y los compromisos climáticos forman hoy parte del discurso habitual de gobiernos, reguladores, empresas y mercados. Sin embargo, cuando se analiza el ritmo real de avance, la distancia entre la ambición declarada y la ejecución efectiva sigue siendo notable.
Esta brecha no responde tanto a la ausencia de objetivos como a la dificultad de trasladarlos a la economía real. Desde una perspectiva financiera, la transición sostenible se enfrenta a un reto fundamental: convertir compromisos globales en proyectos concretos, financiables y escalables. No basta con definir un destino; es imprescindible construir el camino financiero que permita recorrerlo sin poner en riesgo la estabilidad del sistema.
La transición sostenible se enfrenta a un reto fundamental: convertir compromisos globales en proyectos concretos, financiables y escalables
La transformación del modelo energético va mucho más allá del despliegue de nuevas tecnologías. Implica renovar infraestructuras, adaptar procesos productivos, modernizar activos existentes y redefinir modelos de negocio completos. Todo ello exige inversiones intensivas en capital, horizontes largos y estructuras financieras capaces de absorber riesgos complejos. En este contexto, la sostenibilidad deja de ser un concepto aspiracional para convertirse, ante todo, en un desafío financiero.
Es aquí donde la banca adquiere una relevancia particular. No tanto como impulsor ideológico del cambio, sino como canalizador del ahorro hacia la inversión productiva, responsable último de traducir compromisos abstractos en decisiones que acaban reflejándose, o no, en el balance. Porque sin financiación, la transición no pasa de ser una intención.
ODS y Agenda 2030: objetivos claros, ejecución compleja

La Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) han logrado establecer un marco común y un lenguaje compartido en torno a la sostenibilidad. Adoptados por 193 países y articulados en 17 objetivos concretos, incluyen ámbitos tan relevantes para la actividad económica como la acción climática, el acceso a una energía asequible y no contaminante o el desarrollo de infraestructuras resilientes. No resulta extraño que estos objetivos estén hoy integrados, al menos formalmente, en buena parte de las estrategias corporativas y financieras.
Sin embargo, desde el punto de vista económico y financiero, los ODS revelan una limitación estructural. Definen con bastante precisión qué debe hacerse, pero dejan mucho más abierto el cómo y, especialmente, cómo se financia. Diversos organismos internacionales coinciden en que el ritmo actual de inversión asociado a la transición energética y climática se sitúa claramente por debajo del necesario para cumplir los compromisos fijados para 2030, incluso en escenarios moderados y en economías con sistemas financieros desarrollados.
A este reto se suma un problema menos visible pero igualmente relevante para el sector financiero: la dificultad para medir de forma homogénea el grado real de alineamiento del capital con los objetivos de la Agenda 2030. A pesar de la proliferación de taxonomías, marcos de referencia y compromisos públicos, no existe todavía una métrica agregada y comparable que permita evaluar con claridad qué parte de la financiación canalizada contribuye de forma efectiva a estos objetivos. Esta fragmentación dificulta el análisis de impacto, complica la gestión del riesgo y diluye la rendición de cuentas.
Desde esta perspectiva, la ejecución de la Agenda 2030 no es solo un desafío político o regulatorio, sino, sobre todo, un reto operativo y financiero. Traducir objetivos globales en inversión real exige estructuras estables, criterios claros de elegibilidad y sistemas que permitan seguir el rastro del capital a lo largo del ciclo financiero. Sin estos elementos, los compromisos corren el riesgo de quedarse en el terreno declarativo, lejos del impacto económico que requieren.
Del objetivo al proyecto: cuando el capital no es suficiente
Uno de los grandes equívocos en el debate sobre financiación sostenible es asumir que el reto se limita a movilizar más capital. Desde una óptica bancaria, no todo capital es intercambiable ni todo proyecto es financiable en las mismas condiciones. La diferencia entre inversión y financiación resulta clave para entender los cuellos de botella actuales.
Buena parte de los proyectos vinculados a la transición energética son intensivos en capital, con largos periodos de maduración y retornos condicionados por factores regulatorios, tecnológicos o de mercado difíciles de anticipar. Esto no los hace inviables, pero sí exige estructuras financieras específicas y un reparto del riesgo coherente con cada fase del proyecto. En ese punto, el capital privado adquiere un papel complementario al bancario: fondos especializados, vehículos de infraestructuras y estrategias de inversión sostenible pueden aportar capital paciente allí donde el perfil de riesgo aún no encaja en lógica bancaria. Sin embargo, su intervención tampoco es homogénea; la diversidad de fondos sostenibles, desde integradores ESG hasta vehículos orientados al impacto, añade una capa de complejidad adicional al análisis financiero y a la estructuración de operaciones.
Para que el capital fluya, los proyectos deben encajar en una lógica de estabilidad de flujos, rentabilidad ajustada al riesgo y compatibilidad con el coste del capital, ya sea bancario o inversor
Aquí es donde la ejecución se vuelve compleja. La abundancia de ahorro global, canalizado tanto a través del sistema bancario como de los mercados de capitales, no se traduce automáticamente en financiación bancaria disponible en condiciones competitivas. Para que el capital fluya, los proyectos deben encajar en una lógica de estabilidad de flujos, rentabilidad ajustada al riesgo y compatibilidad con el coste del capital, ya sea bancario o inversor. Cuando esa ecuación no se cumple, el capital permanece al margen, independientemente del consenso político o social existente.
Esta fricción ayuda a explicar por qué, pese al creciente interés inversor por los activos sostenibles, muchos proyectos de transición no escalan al ritmo esperado. No se trata de falta de voluntad, sino de un desajuste estructural entre el perfil financiero de los proyectos y los mecanismos tradicionales de financiación. Resolver esta tensión, articulando mejor la colaboración entre banca y capital privado, será uno de los grandes retos de la próxima década.
Cuando los intereses no están alineados, entra la banca

La transición sostenible se desarrolla en un entorno marcado por una desalineación estructural. Los objetivos son de largo plazo y carácter sistémico; las decisiones financieras se toman en contextos dominados por horizontes más cortos, exigencias de rentabilidad y una gestión prudente del riesgo.
Esta desalineación no es ideológica ni moral: es económica. Muchos de los beneficios asociados a la transición, como reducción de emisiones, mayor resiliencia energética o impacto ambiental positivo, se materializan a largo plazo y de forma colectiva. En cambio, los costes, los riesgos de ejecución y la necesidad de capital se concentran en el corto y medio plazo y recaen sobre agentes concretos.
Es en este espacio donde la banca adquiere un papel determinante. No porque defina la política energética ni establezca los objetivos climáticos, sino porque actúa como árbitro financiero entre intereses que no siempre están alineados. A través del precio del crédito, de las estructuras financieras y de la evaluación del riesgo, las entidades deciden qué proyectos avanzan, en qué condiciones y con qué horizonte de viabilidad.
Desde esta óptica, la banca no impone un modelo de transición, pero sí condiciona su velocidad real. La transición energética no avanza al ritmo de los comunicados, sino al ritmo de su bancabilidad.
Las “armas” de la banca: capital, precio y tiempo
Cuando el discurso de la sostenibilidad aterriza en la economía real, el balance bancario se convierte en el elemento central. En España, donde la financiación bancaria sigue desempeñando un papel predominante frente a los mercados de capitales, esta realidad resulta especialmente significativa.
En 2024, la financiación bancaria sostenible en España alcanzó los 36.263 millones de euros
En 2024, la financiación bancaria sostenible en España alcanzó los 36.263 millones de euros, con un crecimiento interanual cercano al 9%, según datos del Observatorio Español de la Financiación Sostenible (OFISO). El avance confirma que la transición energética forma ya parte estructural del negocio bancario, aunque progresa de manera prudente y selectiva. De hecho, más del 40% de estos volúmenes se concentra en energías renovables, muy por delante de sectores como el inmobiliario o las utilities, lo que evidencia que la financiación sostenible no se distribuye de forma homogénea, sino allí donde la bancabilidad está más consolidada.
La estructura de estas operaciones resulta igualmente reveladora. Aproximadamente el 72% de los préstamos sostenibles concedidos en 2024 fueron sindicados, lo que refleja una clara preferencia por compartir riesgos entre entidades. Incluso en instrumentos más flexibles, como las líneas revolving, el peso de los criterios de sostenibilidad es significativo, integrándose en la operativa diaria sin alterar radicalmente la lógica de riesgo.
Aquí reside una de las principales palancas del sistema. Cuando el riesgo percibido disminuye, el consumo de capital se reduce y el precio del crédito mejora. Este mecanismo, aparentemente técnico, explica por qué algunos proyectos alineados con la transición escalan con mayor rapidez que otros.
Los límites reales del balance bancario

Conviene introducir un matiz esencial que a menudo queda fuera del debate público. La banca no opera con un balance infinito. El crédito está condicionado por requerimientos prudenciales, límites de concentración sectorial y exigencias de capital cada vez más estrictas. En sectores intensivos en capital, como el energético, estos factores no son secundarios.
La transición energética avanza en un entorno regulatorio cada vez más exigente, lo que obliga a las entidades a financiar la transformación sin comprometer solvencia ni estabilidad. Esto limita la capacidad de financiar todos los proyectos sostenibles únicamente con deuda bancaria y, al mismo tiempo, endurece las condiciones para proyectos tradicionalmente intensivos en carbono, los llamados “proyectos marrones”, cuyos modelos dependen de combustibles fósiles o tecnologías con alta huella de emisiones. La combinación de mayor incertidumbre regulatoria, riesgo de obsolescencia de activos y consumo de capital creciente dificulta la viabilidad financiera de estos proyectos dentro del balance bancario.
Desde la óptica bancaria, estas limitaciones no responden únicamente a criterios reputacionales, sino a factores estrictamente financieros y prudenciales. La mayor incertidumbre regulatoria, el riesgo de obsolescencia prematura de los activos, la posible pérdida de valor de colaterales y el aumento del consumo de capital hacen que este tipo de proyectos presenten perfiles de riesgo crecientes y, en muchos casos, más difíciles de justificar en balance.
La banca puede acelerar la transición, pero no sustituir al conjunto del ecosistema financiero
De ahí la importancia de articular esquemas mixtos en los que la banca actúe como catalizador junto a mercados de capitales, inversores institucionales y, en determinados casos, mecanismos de apoyo público. La capacidad de la banca para ofrecer financiación competitiva depende, en última instancia, de que el reparto de riesgos sea coherente con la naturaleza de los proyectos y con los límites del balance.
La banca puede acelerar la transición, pero no sustituir al conjunto del ecosistema financiero. Pretender lo contrario no solo es irrealista, sino que puede generar distorsiones y frustración en la asignación de recursos.
La banca como actor incómodo pero imprescindible
El avance hacia un modelo económico más sostenible es ya una realidad. La integración de criterios ambientales en la toma de decisiones financieras ha dejado de ser marginal y forma parte del debate estratégico del sector. Sería injusto negar el camino recorrido. Pero también sería poco riguroso ignorar que el ritmo actual sigue siendo insuficiente para cumplir los objetivos más ambiciosos.
La transición sostenible no fracasa por falta de capital global, sino por la dificultad de movilizarlo de forma eficiente, rentable y prudente. Aunque los bancos no diseñan la Agenda 2030 ni fijan los objetivos climáticos, sí deciden qué proyectos acceden a financiación y en qué condiciones. En esa función discreta, y a menudo poco visible, se juega buena parte del éxito real de la transición: cuando los incentivos están alineados, el riesgo bien calibrado y las estructuras financieras acompañan, el capital fluye; cuando no es así, ni el discurso ni los compromisos bastan para impulsar la inversión.
Esta realidad explica también la profunda transformación interna que ha vivido el sector en los últimos años. Prácticamente todas las entidades han incorporado responsabilidades específicas vinculadas a la sostenibilidad en sus estructuras organizativas, tanto desde una perspectiva interna, gobernanza, riesgos, procesos, como en su relación con clientes y proyectos. La sostenibilidad ha dejado de ser un área periférica para convertirse en una variable integrada en la toma de decisiones estratégicas y comerciales.
Por eso, el verdadero debate sobre financiación sostenible debería centrarse menos en la retórica y más en los mecanismos financieros que permiten transformar objetivos en inversión real. La banca no es el motor ideológico del cambio, pero sí uno de sus transmisores más decisivos. Y en un entorno donde los intereses económicos y los objetivos de largo plazo no siempre coinciden, ese papel resulta más relevante que nunca.
El verdadero debate sobre financiación sostenible debería centrarse menos en la retórica y más en los mecanismos financieros que permiten transformar objetivos en inversión real
En última instancia, la transición energética no avanzará al ritmo de los compromisos ni de los titulares, sino al ritmo al que el sistema financiero sea capaz de absorber, evaluar y redistribuir riesgo. En ese proceso, la banca no actúa como motor ideológico ni como freno estructural, sino como mecanismo de transmisión entre objetivos de largo plazo y decisiones económicas concretas. Comprender este papel, con sus límites y sus palancas, es clave para que la transición deje de ser relato y se convierta en ejecución.