A medio camino entre Barcelona y París se encuentra el famoso viaducto de Millau, diseñado por Sir Norman Foster. Con pilares más elevados que la torre Eiffel, es el viaducto más alto del mundo. Tiene una longitud de 2,5 kilómetros y se construyó en 36 meses a principios de siglo. Costó 320 millones de euros, a cargo de los usuarios, no del contribuyente, con una concesión a 75 años.
En Barcelona llevamos un montón de años en la construcción de la línea L9 del metro, “la línea más larga de Europa”, según insiste la publicidad. La obra costaba, en las estimaciones de ya hace años, unos 6.500 millones de euros, más del doble de lo previsto inicialmente. La primera conclusión de comparación salta a la vista: ambas obras cuestan lo mismo por kilómetro lineal a precios del mismo momento, unos 150 millones de euros el kilómetro. Cuesta de creer, pero es así.
Las cifras nos revelan una obra —la de Millau— brillante y relativamente barata, y otra costosa y compleja en Barcelona. Con la diferencia de que la L9 es más de diecisiete veces más larga. Imaginémonos un viaducto igual que el de Millau, de 43 kilómetros de longitud, como de Barcelona a Manresa en línea recta. Algo espectacular, solo que nosotros lo hemos hecho esconder en el subsuelo.
Podemos imaginar también que en Barcelona podríamos haber construido, por el mismo precio, un Metro aéreo que recorriera toda la ciudad de punta a punta, a 200 metros de altura. La capital del diseño contaría hoy a escala mundial con una obra desde la cual se vería la ciudad como una maqueta a sus pies, con salidas y puestas de sol reales, con lluvias auténticas, con el encendido de las luces por la noche como un belén. Todo un espectáculo, y por el mismo precio. Ciertamente, no nos haría falta inventar olimpiadas de invierno para ser nuevamente la atracción mundial.
Por el mismo precio de la L9, podríamos haber tenido un Metro aéreo que recorriera toda Barcelona de punta a punta, a 200 metros de altura
Y con una plataforma de 32 metros de ancho, como la que hay en Millau, pasarían seis trenes —tres en cada dirección— para que los ejecutivos fueran directamente del aeropuerto a Santa Coloma, con parada solo en Pedralbes. Otros convoyes harían paradas semidirectas y finalmente otros, llenos de turistas, se moverían en un viaje lento de 96 kilómetros entre ida y vuelta. Una alucinación, ciertamente. Una alucinación de lo que hoy son las obras públicas en nuestra casa.
La L9 se ha comido todos los recursos del Plan Director de Inversiones en Transporte Colectivo (PDI) a lo largo de un cuarto de siglo. La magnitud del encarecimiento de la obra de la línea merece una comisión parlamentaria que la estudie profundamente y que la universidad y los colegios profesionales se arremanguen. Pasar disimuladamente por encima del hecho no es admisible. No es una obra pequeña, sino una época a superar y digerir.
El proyecto ha fallado no solo por motivos constructivos, sino por concepto. Y lo ha hecho desde el principio, ya que los datos de la movilidad previstos son dudosos. Ya hace tiempo, la magnitud del gasto y la falta de recursos públicos llevaron a adjudicar que algunas estaciones se construirían y mantendrían por concesión administrativa a 30 años a través de agentes privados.
Todos los partidos que han pasado por el gobierno de la Generalitat han asumido la obra de la L9 sin discusión; nunca se ha encargado ninguna auditoría y solo contamos con un informe parcial de la Sindicatura de Comptes de 2016
Para quien haga un análisis político comprobará que nació como un acuerdo de la socio-convergencia, pero que, al final, todos los partidos que han pasado por el gobierno de la Generalitat lo han asumido sin discusión. Por no hacer, nunca se ha encargado ninguna auditoría y solo contamos con un informe parcial de la Sindicatura de Cuentas de 2016. La dimensión y desacierto de esta obra es de una categoría tan grande que nadie se atreve a criticarla directamente. Pero, por un principio de claridad e higiene pública y democrática, habría que hacerlo. Costará un cierto tiempo que el sistema político catalán asuma que debe hacer un balance riguroso de la L9. Algún día, sin embargo, este desorden obligará a la claridad.
Mientras tanto, siempre nos quedará Millau para ir a ver una obra brillante y puntual, sabiendo que aquí hemos hecho diecisiete veces su inversión, pero bajo tierra y sin un rendimiento plenamente justificado.
¿Quién decidió la L9?
La L9-10 nació como una gran idea: un gran arco de perímetro de ciudad y unas extensiones bifurcadas en los municipios de este y oeste. Y la construcción se haría con un solo túnel, de diámetro grande, que permitiera encajar dentro los andenes de las estaciones y los trenes irían uno encima del otro, medio túnel para cada uno.
La gran idea suponía que la movilidad a través de Barcelona era elevada. Por ejemplo, de Hospitalet a Badalona y Santa Coloma. En realidad, sin embargo, los datos nos dicen que es baja. Además, contamos con líneas longitudinales mucho más directas que derivar un gran arco. Y, no obstante, el arco de perímetro se podía hacer por extensión de la L3 y la L5. Otro motivo fue interconectar la línea lo máximo posible con el resto de la red y se ha conseguido, porque de las quince estaciones del tramo central (de Sagrera a Torrassa), ocho son compartidas, de forma que una sí, una no, duplican recorrido y estación.

La interconexión no es ningún óptimo por sí misma, porque las líneas de Metro no son cuadrículas, son redes con una jerarquía optimizada entre los nodos simples y más complejos, con muchos sencillos y pocos de interconexión (algunos de dos líneas e incluso menos de tres líneas). Al final el trazado se retorció significativamente en El Prat y la llegada al aeropuerto es impracticable por lenta, cuando debería ser por Cercanías, como era, o incluso por Regionales y Alta Velocidad.
Este diseño fue cosa de muchas manos y los estudios informativos —las justificaciones de conjunto— fueron a remolque de las decisiones tomadas, como en el juego de los enredos, donde el mensaje se transforma a cada susurro cada vez que es repetido. Con todo, no hay un único responsable de todo el proceso ni una continuidad de responsabilidades, sino un montón de interrupciones.